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martes, 26 de julio de 2011

Sexo y critianismo: una perspectiva histórica (parte II)

Para poder entender el horror al sexo que impregna la moral sexual de la Iglesia, nos tenemos que remontar a antes de la Iglesia. A un tiempo en el que, como hasta hace bien poco, sucedía algo que ha llevado por el camino de la amargura a millones de mujeres a lo largo de los tiempos: no existían las pruebas de paternidad.
Vamos, que se puede demostrar quién es la madre de un niño, pero en última instancia siempre hay una duda razonable acerca de quién es el padre. Por esta regla de tres, lo lógico hubiese sido que los títulos y las propiedades se heredaran por línea materna, pero hace bastantes siglos, en la Prehistoria, ciertos cavernícolas decidieron que quien lucha debe mandar y que a santo de qué iban a dejar que las mujeres, por muy dadoras de vida que fueran, iban a gobernar las tribus cuando ellos eran más fuertes y menos vulnerables al no verse sometidos a los embarazos y los partos. De modo que nació la cultura patriarcal, y dado que las que parían ya no transmitían la herencia, sólo había un modo de asegurarse de que el heredero del hombre era también su hijo biológico: mantener a las mujeres encerradas en casa y someterlas, negándoles derechos y educación, para que nunca pudieran rebelarse.
Esto, que tan "medieval" nos parece, sucedía en casi todas las grandes culturas de la Antigüedad (con la única excepción, tal vez, de la egipcia, una de las poquísimas sociedades donde las mujeres tenían derechos y podían testar y ser herederas; y aún así no tenían igualdad de derechos con los hombres). En Grecia, esa cuna de la democracia, las mujeres estaban peor que en Arabia Saudí. No tenían ningún derecho, eran legalmente incapaces toda su vida, siempre dependientes de un pariente varón por lejano que este fuera. No se las educaba, no podían participar en asuntos sociales y políticos ni salir a la calle sin permiso, no podían divorciarse, no se las consideraba ciudadanas y debían permanecer encerradas en el gineceo toda su vida. En Roma estaban un poco mejor (al menos podían hacer vida social). Además, aunque se encontraban bajo la absoluta autoridad del paterfamilias (el padre o el marido), tenían la posibilidad de divorciarse o enviudar y en ese caso sí que podían disponer de bienes y recibir herencias. Pero, claro, esto únicamente en el caso de que no tuviesen padre ni esposo.

¿Qué tiene que ver esto con el tema que nos ocupa? Pues bastante, porque existe la extraña creencia de que los paganos vivían en Jauja, en una sociedad progresista, libre y maravillosa, hasta que los cristianos llegaron para joder el invento y sumergir al mundo en la oscuridad. Pero curiosamente las tres culturas que asimilaron y expandieron el cristianismo (judía, griega y romana) eran sociedades enormemente machistas, donde la mujer era poco más que una fábrica de hijos propiedad del hombre.
No hay que olvidar nunca que, aunque Cristo era divino, sus seguidores eran humanos, muy humanos. Los primeros grupos cristianos eran bastante igualitarios, pero cuando Constantino el Grande decidió convertir el cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano, decidió que la religión debía adaptarse a las costumbres sociales y no a la inversa. Se llevó a cabo el Concilio de Nicea, se recortó y se maquilló todo lo que se pudo, y se creó un bonito organismo: la Iglesia (debemos recordar que hasta el Cisma de Oriente en el siglo XI, la Iglesia era una sola, sin distinciones).

Y ya la tenemos montada: el derecho hereditario se transmite de varón a varón. Las mujeres deben estar controladas para asegurarse de que no se acuestan con otros hombres y conciben hijos de ellos. Para concienciar a los hombres de que deben vigilar a las mujeres, se les pone de ejemplo a Eva, la malvada mujer que traicionó a Adán. Las mujeres son caprichosas, malvadas, volubles y coquetas por naturaleza y por ello deben ser controladas (insisto, esto no es prerrogativa del cristianismo, los que no ponían de ejemplo a Eva por no conocer el Génesis ponían de ejemplo a Afrodita, a Venus, a Circe o a Helena de Troya). Los hombres, en cambio, como no se quedan embarazados y sólo transmiten sus derechos y bienes a sus herederos legítimos, pueden acostarse con quien les plazca.
La transmisión de bienes y derechos se fundamenta en las alianzas matrimoniales. Por lo tanto, el matrimonio es un negocio entre familias. Por lo tanto, se demoniza el amor romántico, no vaya a ser que el nene no se quiera casar con la hija de mi socio porque se ha enamorado de la vecina, o no sea que la nena no se quiera casar con el hijo de mi colega porque se ha fugado con el vecino para casarse con él. Era conveniente, entonces, que las personas no sustentaran el matrimonio en el amor apasionado y romántico, sino en la razón. ¿Y qué pasa si los nenes dicen que están enamorados y que se niegan a obedecer? Pues que ya se encargan los capitostes sociales de que los clérigos eduquen de semejante manera a la gente. Al fin y al cabo, son portavoces de Dios, aunque se pasen por el forro el mensaje de Cristo. ¿Qué importa? Tres cuartas partes de la población no saben leer y los que quedan no saben pensar (y, si lo hacen , se les acusa de herejía, que como sabemos el sistema judicial de la época no tenía precisamente garantías constitucionales). La Iglesia, olvidando las palabras de Cristo acerca de que "no se pueden servir a dos señores: a Dios y al dinero" deciden que, al fin y al cabo, sí que se les puede servir a los dos, y adecuan el mensaje de Cristo a lo que la sociedad quiere que diga.
Por esto mismo, los clérigos empiezan a distinguir entre el dilectio, el afecto, es decir, cariño tranquilo y respetuoso (amistad, podríamos decir en palabras modernas) propio de los matrimonios de conveniencia, contrapuesto al amor, que se entiende como una búsqueda apasionada del placer que conduce naturalmente al desorden.

También, por supuesto, se proclama la indisolubilidad del matrimonio y la prohibición del divorcio, porque por maltratada, cornuda o desgraciada que sea la mujer en el matrimonio, el negocio entre familias está hecho y no queda nada bien la posibilidad de que haya conflictos hereditarios graves si uno de los dos cónyuges se divorcia del otro. Al fin y al cabo, si la mujer es estéril o el marido está realmente harto, siempre puede pagar una cantidad astronómica de dinero a la Iglesia para que declare la nulidad matrimonial. La mujer, como ya no es virgen o no es fértil, no sirve para nada, de modo que patada y al convento de clausura.
Y, claro, después de esta cuestión viene otra: la herencia no debería dividirse, debe pasar toda a UN sólo hijo, el mayor (y a ser posible varón, porque si es mujer se casará con alguien que no es de la familia y las propiedades familiares pasarán a él). Con lo cual, se hace conveniente que los esposos no se aficionen al sexo, no sea que empiecen a tener hijos como conejos y entonces a ver qué hacemos con la herencia. Sin embargo, al mismo tiempo se hacía poco recomendable tener un sólo hijo, ya que siendo la mortalidad infantil tan elevada y medicina tan deficiente en aquella época, existían altas posibilidades de que los hijos murieran antes de alcanzar la edad suficiente para casarse y tener herederos, con lo cual era mejor tener varios para garantizar que al menos uno de ellos sobrevivía ¿Solución? Sexo sí, ma non troppo. El goce amoroso es malo, pero como Dios nos ordenó que nos multiplicásemos, la unión carnal es sólo para procrear. De ese modo, se tienen suficientes hijos como para asegurar la herencia pero no tantos que no se sepa qué hacer con ellos. La cosa llegó al punto de que se consideraba más culpable y pecador al marido si solicitaba con ardor excesivo a su esposa que si fornicaba fuera de casa. Los eclesiásticos aceptaban la prostitución como un mal menor e instaban a que el deseo sexual se desplegara fuera del marco conyugal, ya que el sexo conyugal debía estar encaminado no a mostrar amor, sino a conseguir una descendencia adecuada.

Vaaaale, vale, vale. Un momento. Ahora quiero que rebobinemos y le echemos un vistazo a la entrada anterior. ¿Recordamos lo que dijo Jesús sobre el adulterio y la prostitución? ¡Sí, exacto! Justo lo contrario de lo que están diciendo los eclesiásticos. Y es que Jesús ya lo advirtió bien: "Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero" (Mateo 6, 24). Efectivamente, la Iglesia trató de servir a los señores... pero se acabó inclinando por el dinero.
Lo cual significa que nos encontramos con el siguiente panorama: se demoniza el amor romántico, se demoniza también a la mujer que hambrienta de amor y cariño reclama las atenciones de su marido (recordemos que ella, como se puede quedar preñada, no puede buscar el amor en otra parte). Se tolera el adulterio y la fornicación, aunque se condenen de boquilla. Y, por supuesto, se toleran en el hombre (que al fin y al cabo engendrará bastardos) pero no en la mujer (cuyos hijos son los que heredan).

Como en una sociedad donde el índice de mortalidad infantil y de muerte en el parto es elevadísimo, se insiste mucho en la necesidad de procreación, sobre todo en los plebeyos, que no tienen bienes que legal (todo lo que tienen es de sus señores) y sin embargo deben parir muchos hijos para que trabajen las tierras y muchas hijas que puedan parir la siguiente generación de niños que trabajarán las tierras. Así pues, se demoniza también la homosexualidad, porque, según dice la Iglesia, va contra natura y no es abierta a la vida. Tal vez a esos clérigos no se les ocurrió que era un poco raro que, bajo esa premisa, se decretase en 1139 no sólo la prohibición de casarse de los sacerdotes, sino la invalidez de los matrimonios de aquellos que no estaban casados. A ver, muchachos, ¿no habíais dicho que lo que unía Dios no iba a poderlo separar el hombre? Ah, vale, que a quien servís es al dinero, no a Dios, siempre se me olvida. Por supuesto, el celibato es tan contra natura y tan cerrado a la vida como la homosexualidad, pero como a estas alturas del curso todo el mundo piensa que el sexo es un vicio horroroso salido de las entrañas del infierno, nadie se plantea demasiado la contradicción que hay en el asunto. La excusa oficial que se dio para prohibir estos matrimonios fue detener el nepotismo (es decir, que los grandes cargos eclesiásticos se transmitieran de padres a hijos). No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que, existiendo los sobrinos y los hijos ilegítimos, iba a seguir existiendo nepotismo aunque no hubiera matrimonios, de modo que esta prohibición no fue más que una medida demagógica y claramente insuficiente.

Asimismo, esto tuvo otra consecuencia: los curas seguían siendo seres humanos, susceptibles al amor y al deseo como cualquier otro. Por lo tanto, se fueron volviendo cada vez más misóginos; no tenían apenas contacto con mujeres porque vivían en comunidades exclusivamente masculinas y sólo sabían de ellas lo que las leyendas negras contaban. Por otra parte, sólo conocían de ellas sus pecados, puesto que sólo hablaban con ellas para escucharlas en confesión, y si sentían amor o deseo por ellas lo justificaban ante sí mismos pensando que no era culpa de ellos, sino de ellas, porque eran tentadoras, viles y coquetas por naturaleza. También se fueron volviendo cada vez más sexualmente frustrados, y ya conocemos el pecado de la envidia: si no lo puedo tener yo, que no lo tenga nadie. Era muy fácil, y en cierto modo reconfortante, clamar contra lo que a ellos les estaba negado: el amor.
Alto, me dirán algunos en este punto. Aquí hay algo que no encaja. ¿Acaso estos curas no eran hombres de fe? ¿No leían los Evangelios? ¿Cómo es posible que no se dieran cuenta de que el mensaje que transmitían no casaba con el que Jesús quiso transmitir? Muy sencillo. Como ya hemos dicho, los bienes familiares sólo los heredaba el hijo varón más mayor. Pero también hemos dicho que a los hombres también les interesaba tener varios hijos por si alguno de ellos morían sin descendencia. En el caso de que hubiera más hijos supervivientes aparte del primogénito, esto sólo tenían dos opciones para abrirse camino en la vida: el ejército o la Iglesia. De ahí que gran parte de los que se ordenaban sacerdotes o entraban en un monasterio no lo hicieran por devoción, sino por subsistencia. Para muchos hijos segundones de familias nobles, la Iglesia era una forma de ascender socialmente y de conseguir poder (ya hemos dicho que la prohibición del matrimonio sacerdotal no evitaba el nepotismo). A esta gente le importaba un cuerno el mensaje de Jesús, porque lo que les interesaba era subsistir, si eran plebeyos, o ascender, si eran nobles, y si para ello tenían que proclamar que los cerdos, volaban, entonces los cerdos volarían.
Vale, todo eso está muy bien, insistirán algunos. Pero lo cierto es que también había sacerdotes devotos que se hacían religiosos pro convicción. ¿Acaso ellos no decían nada? Bien, respecto a ellos, tenemos a tres tipos de personas: Los fanáticos (estilo Torquemada) que no se caracterizaban por saber pensar y que se limitaban a repetir como loros lo que sus superiores les habían enseñado. Los inteligentes y prácticos (tipo San Francisco de Asís) que se daban perfecta cuenta de lo que estaba pasando pero también comprendían que no tenían poder para oponerse directamente a los designios de los altos cargos eclesiásticos y optaban por tragar y tener así cierta libertad para hacer todo el bien que pudieran por su cuenta (por cierto que creo que la mayor parte de los curas actuales pertenecen a este grupo). Y por último estaban los inteligentes e idealistas, que intentaban cambiar las cosas. De estos tenemos dos, los que tuvieron mala suerte y acabaron condenados por herejía (estilo Jan Hus), es decir, casi todos, y los que tuvieron potra (estilo Lutero) y lograron algún cambio, aunque a la larga tampoco consiguieron cambiar mucho el panorama porque los intereses creados de las generaciones psoteriores acabaron ahogando su idealismo (y si no, que se lo digan a los protestantes, que crearon el puritanismo). Por desgracia, aunque no hubiese cámaras fotográficas en aquella época, se podría haber aplicado perfectamente el dicho actual tantas veces aplicado a la política de "el que se mueve no sale en la foto".

¿Y que hay de la masturbación? Aparte de desdeñarla por la ya explicada y manida demonización del placer sexual, se desdeñaba también por ser un desperdicio de semilla, lo cual, se creía, debilitaba la calidad del semen del varón y lo hacía más propenso a engendrar niños débiles o enfermizos. Curiosamente, en la Edad Media los clérigos sólo se oponían a la masturbación masculina: muchos creían que la femenina, dentro de la relación sexual conyugal, debía realizarse ya que el orgasmo femenino hacía secretar a la mujer algún tipo de sustancia que, si bien no era necesaria para la concepción (estaba claro que las mujeres eran capaces de concebir sin placer) sí que era necesaria para mejorar la calidad del embrión y dar a luz a un niño más fuerte y sano.

Respecto a la prohibición de anticonceptivos, está claro: ya hemos visto que, para el sistema patriarcal, la sexualidad de la mujer era una amenaza, porque dar rienda suelta al amor apasionado podía hacerla abandonar a su marido o negarse a contraer matrimonio con quien habían elegido para ella. Como los anticonceptivos le otorgan cierta impunidad para escoger a su amante (ya no tiene que temer el embarazo antes del matrimonio o de otro hombre aparte de su esposo), se prohibieron para que de ese modo la mujer debiera seguir reprimiéndose. Y, en cualquier caso, volvemos a lo de siempre: son necesarios muchos niños para trabajar y pagar impuestos al señor del lugar, y como las campesinas digan que están cansadas de parir y empleen anticonceptivos, habrá menos siervos, con lo cual estos estarán en condiciones de exigir mejoras laborales al señor so pena de fugarse a trabajar a otros señoríos donde les traten mejor o a la ciudad (cosa que ocurrió, por cierto, cuando en el siglo XIV hubo un brusco descenso de la población, no a causa de los anticonceptivos sino de la Peste Negra, que mató a un tercio de los europeos).

En fin, creo que no es necesario extenderme más para hacer comprender a mis lectores de que el mensaje de Jesucristo poco tiene que ver con la moral sexual que adoptó la Iglesia en la Alta Edad Media, la cual tiene su origen en causas sociales, culturales y jurídicas ajenas al cristianismo, y de hecho bastante anteriores a él. Lo que se hizo no fue otra cosa que perpetuar modelos sociales y jurídicos que ya existían y que no interesaba cambiar a los que ostentaban el poder. No creo que podamos culpar de ello a Jesús de Nazaret y su mensaje, por otra parte revolucionario y en buena medida opuesto a lo que la Iglesia ha venido diciendo durante siglos.


PD: Lamento haber tardado tanto tiempo en publicar esta entrada, pero este mes he estado hasta arriba de trabajo y de compromisos familiares y realmente he tenido poco tiempo para escribir.
Me gustaría aprovechar, sin embargo, para citar dos magníficos libros que me han resultado fundamentales para documentarme y poder escribir esta entrada con un cierto rigor histórico: Historia de las Mujeres, de Georges Duby y Michelle Perror (Editorial Taurus), y la colección Vida y Costumbres de la Antigüedad (Editorial Edimat), muy especialmente el volumen Los Griegos, de Manuel Albaladejo Vivero (aunque también han sido de interés Los Egipcios, Los Romanos y La Edad Media, de esta misma colección). Los recomiendo, por su rigor e imparcialidad académica, a cualquiera que desee profundizar sobre los temas tratados en esta entrada.