Hace un par de noches vi en la tele una película, Doctor Zhivago, recomendadísima por mi tía y por gran cantidad de cinéfilos, que la califican de "bellísima historia de amor". Aprovechando que la emitían por la TV1, me senté a verla. El comienzo era impecable: una música bellísima, una caracterización del lugar y la época tremendamente bien conseguida (y eso que luego me enteré de que había sido rodada en España), y una fotografía maravillosa, impecable. En esos primeros minutos me sentí maravillada.
Por desgracia, esa sensación de maravilla se fue al garete cuando apareció la protagonista, y desapareció por completo a medida que avanzaba la película. La supuesta "bellísima historia de amor" me acabó asqueando, así como sus dos protagonistas: un sinvergüenza y una golfa.
Bien, examinemos la situación: tenemos una chica (Lara) con novio formal que le pone los cuernos liándose con el amante de su madre, la cual al darse cuenta de que su hija tiene una aventura con su pareja intenta suicidarse. Muy bien, qué encanto de chica. Tenemos por otra parte a un médico (el doctor Zhivago, Yuri para los amigos), casado con la mujer perfecta: una chica guapa y encantadora que lo ama incondicionalmente desde la infancia (Tonya, magistralmente interpretada por Geraldine Chaplin). Tonya es bondadosa, inteligente, trabajadora, fuerte y valiente; apoya a su marido en todo, acepta el bolchevismo a pesar de ser burguesa para salvar a su familia, es buena madre, cariñosa con su esposo y le echa un par de ovarios a todas las adversidades. Cualquier hombre que tuviese al menos una neurona daría gracias al Cielo (o a Papá Stalin) por haberse casado con una mujer tan fantástica y la adoraría por el resto de su vida. Pero Yuri no. Va a ser que no. El bueno del doctor Zhivago se enamora apasionadamente de Lara, la golfa (que por cierto está casada con el novio cornudo que la perdonó), y la deja embarazada. ¿Razones para traicionar y abandonar a Tonya, la esposa perfecta, por Lara? Pues que Lara es muy guapa, con una maravillosa melena rubia y unos ojazos azules... y ya está. Fin de los motivos. Lara es una guarra mediocre que no le llega a Tonya ni a la suela del zapato, pero es que es taaan guapa, tiene los ojos taaan azules... que eso justifica que Yuri traicione a su esposa, se enamore de ella y la deje preñada, comportándose como un sinvergüenza desagradecido y estúpido que no se merece la esposa que tiene. Pero no pasa nada, hombre; son guapos, son los protagonistas, y se lo perdonamos todo, y su historia de sexo, traición y mentiras es una de las historias de amor más bellas del mundo. Toma ya.
Curiosamente, Yuri ama a Lara lo suficiente como para pasar de su familia, pero no tanto como para abandonar Moscú cuando ella decide huir de allí. Lo cual demuestra que Yuri, además de sinvergüenza y traidor, es gilipollas.
No hay más que ver el cartel de la película. En él, aparecen Yuri y Lara juntitos y la pobre Tonya en segundo plano, sola, como el segundo plato que siempre fue a pesar de ser la más íntegra, honesta, valiente, fuerte y bondadosa de las dos mujeres de la historia. La vieja historia de siempre: la del hombre estúpido que, teniendo el amor de la mujer buena, la abandona por la zorra guapa.
Lo triste del asunto es que todo esto no es un hecho aislado. Me vino a la cabeza inmediatamente una de las óperas más famosas de Puccini, Turandot, que presume de tener otra "gran historia de amor verdadero". La historia tiene lugar en Pekín, donde la princesa Turandot (que no merece otro calificativo que el de psicópata) establece que cualquiera que quiera casarse con ella deberá responder tres enigmas suyos y en caso de que no los acierte, morirá. Sólo por eso, la hija de puta de Turandot merecería quedarse soltera para el resto de su vida (anda que no hay princesas menos letales a las que elegir por esposas, ni que fuera la última hembra del mundo...), pero el caso es que la obra comienza con la ejecución de un príncipe Persa que falló a la hora de acertar los enigmas. En esos momentos es cuando llega a Pekín el protagonista de la ópera, el príncipe Calaf, que va acompañado por su anciano padre (Timur) y por la joven sirvienta Liu, la única persona que se ha mantenido fiel al rey y a su familia cuando este fue derrocado, ya que está enamorada de Calaf.
Desoyendo las peticiones de clemencia de su pueblo, Turandot manda ejecutar al príncipe persa con frialdad absoluta. Calaf critica severamente su actitud... hasta que ve a Turandot. Es tan bella que Calaf, automáticamente, se enamora de ella y decide pedirla como esposa. El hecho de que sea una zorra psicópata, cruel y sanguinaria, totalmente carente de empatía y compasión, no parece ser relevante si se compara con su belleza. Naturalmente, la pobre Liu, que ama sinceramente a Calaf, ha salvado la vida de su padre, y está llena de bondad, honor y valentía, es totalmente olvidada. A pesar de que Calaf, contra todo pronóstico, acierta los tres acertijos de Turandot, la ve tan fastidiada por tenerse que casar con él que le dice que, si es capaz de adivinar el nombre de él antes del siguiente amanecer, renunciará a ella y se dejará ejecutar a pesar de haber superado los acertijos.
A estas alturas, creo que está claro que Calaf es un retrasado mental, no sólo por hacer ese ofrecimiento sino por no darse cuenta de lo obvio: de que Turandot va a torturar a su padre y a Liu para que revelen el nombre del príncipe. Liu, sin embargo, como sigue amando a Calaf, convence a Turandot de que sólo ella sabe ese nombre, y es torturada tan salvajemente que le roba la daga a un guardia y se suicida para no seguir sufriendo. Después de eso, sorprendentemente, Turandot decide que si la sierva ha muerto por el príncipe algo bueno ha de tener el muchacho, y decide hacer de tripas corazón y casarse con él.
No es por nada, pero MENUDA MIERDA. Tenemos a Turandot, una psicópata frígida que a) manada ejectuar a sus pretendientes, b) está mostrando a las claras que NO quiere casarse con Calaf porque no le ama, y b) está dispuesta a torturar a los seres queridos de él con tal de no casarse con él y poderle ejecutar como a los demás. Por otra parte, tenemos a Liu, una chica que a) es lo bastante fiel a Calaf y a su padre como para estar al lado de ellos cuando todo el mundo los ha abandonado, b) ama a Calaf sinceramente, a pesar de todas las estupideces que comete, c) salva la vida de Timur dos veces (una de ellas, del intento de tortura de Turandot), d) está dispuesta a morir (y de hecho muere) para salvar la vida de Calaf.
Y entre esas dos mujeres, ¿a quién elige el protagonista? A Turandot, porque es más guapa. Tócate los cojones.
Luego, tenemos casos igual de sonrojantes en los cuentos clásicos, como la historia (muy parecida a Turandot) del muchacho enamorado de la princesa que mata a sus pretendientes si no acuertan tres preguntas, aunque esta vez no hay ninguna sirvienta buena del protagonista de por medio, o como la historia de "Riquete del Copete", en la que el protagonista se enamora de una princesa bella pero tan tonta que roza el retraso mental, y rechaza a su hermana, que aunque es más fea es una de las personas más inteligentes del reino.
Yo no sé qué atractivo le encontrarán las personas a este tipo de historias, pero en lo que a mí respecta, DETESTO las historias en las que un chico imbécil rechaza a una mujer buena para irse con una hija de puta o una zorra cuya única virtud es la hermosura. ¿Cómo puede haber alguien que las llame historias de amor? Eso no es amor. Es lujuria, es una vana superficialidad que implica elegir fijándose sólo en lo físico y desdeñando por completo la personalidad, como si lo único que un hombre debiera tener en cuenta al elegir a una mujer fueran sus atributos físicos. Da igual que sea tonta, traicionera, inmoral o malvada; si es bella, se le perdona todo automáticamente y una historia que debería hacer a la gente con sentido común tener ganas de apedrear a los protagonistas, se convierte automáticamente en una bellísima historia de amor.
¿Vosotros qué opináis del tema? ¿Os parecen bien ese tipo de historias? ¿Conocéis alguna otra de semejantes características?
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sábado, 25 de febrero de 2012
miércoles, 22 de febrero de 2012
Las madres hacen milagros
Hace ya bastantes meses, asistí a una misa oficiada por un cura que al salir se acercó a hablar conmigo y con mi familia política (la misa era en honor de una familiar, fallecida ya hacía un tiempo). El cura era uno de esos sacerdotes entrometidos (no me meto si en bienintencionados o no, aunque prefiero suponer que lo son) que se creen con derecho a preguntarte intimidades o a darte consejos sin que se los hayas pedido, sólo porque llevan puesta una sotana (y este en concreto, además, era del Opus Dei, así que ya ni les cuento). Nos preguntó a mi esposo y a mí, sin conocernos de nada, insisto, si estábamos casados y si teníamos hijos. Le contesté que estábamos casados desde el año anterior, y que no teníamos hijos. Me pregunto por qué no los teníamos. "Porque aún no consideramos que sea el momento, ni enconómica ni personalmente", respondí. Igual tendría que haber puesto sonrisa de tonta y decir que lo estábamos intentando, pero lo de mentir por quedar bien con la gente nunca se me ha dado demasiado bien. El caso es que el cura, por supuesto, puso cara de reprobación y empezó a soltarme una monserga diciendo que "el matrimonio debe estar abierto a la vida, tenéis que animaros, no se puede coartar la vida, las madres sois capaces de cualquier cosa para sacar a los hijos adelante aunque falte el dinero...".
Ahí fue cuando sí que tuve que poner la sonrisa de tonta y callarme, porque si no, le habría tenido que decir lo que estaba pensando, y no era cuestión de pegarle un corte semejante al cura al que mis suegros habían pagado para que oficiara esa misa en el pueblo de la fallecida. Aunque a veces pienso que ojalá lo hubiera hecho; me hubiera gustado decirle que nadie le había solicitado su opinión, que no me conocía, que no sabía nada de mí y de mi vida y que por lo tanto era una impertinencia propia de un prepotente maleducado emitir juicios acerca de ella. Podría haberle dicho que si no soy perteneciente a la secta del Opus será porque no estoy de acuerdo con las cosas con las que ellos comulgan, y por último podría haberle preguntado si iba a ser él, ferviente defensor de los matrimonios abiertos a la vida, el que me iba a pagar el colegio, la ropa, los pañales y los juguetes del niño cuando mi cuenta corriente se quedara a cero ante semejante avalancha de gastos. Incluso podría haberle comentado, así como de pasada, lo hipócrita que resulta que se ponga a lanzar alegatos en favor de tener hijos una persona que ha hecho un voto de celibato de por vida.
Como digo, al final no le solté nada de eso, pero la verdad es que lo pensé. Y lo sigo pensando; me revienta la gente que hace juicios de valor sobre la vida de los demás sin que se lo pidan. Me casé hace dos años, mi marido está en el paro (¡viva la crisis!) y yo tengo un trabajo como autónoma en el cual mis ganancias son completamente variables y no tengo nómina. No voy a ponerme a quejarme de mi vida, ya que en líneas generales me va bastante bien, y mucho mejor que a la mayoría de españoles: tengo una casa de la cual no tengo que pagar alquiler ni hipoteca, gozo de buena salud, estoy casada con un hombre al que quiero y que me quiere, y tengo un trabajo sin horarios fijos que me permite organizarme el día como mejor crea conveniente (a no ser me señalen un juicio, obviamente, al que tengo que asistir sea a la hora que sea). Pero no estoy, realmente, en situación económica ni personal de tener hijos ahora mismo; bastante tengo con mantener mi cuenta corriente como está con todos los gastos que tengo. Y me revienta que un sujeto, que no me conoce de nada, me diga que debería tenerlos "porque las madres hacen milagros a la hora de mantener a la familia".
Me gustaría saber lo que ese sacerdote entendía por milagros. Como no creo que pensara que yo soy capaz de multiplicar los panes y los peces (o los pañales), supongo que se referiría a que sacrificara mi vida por completo: buscando un segundo trabajo, quizás, sacando tiempo hasta de las piedras, perdiendo horas de sueño y renunciando a mi tiempo libre, mis vacaciones y mi vida de pareja para poder "hacer el milagro de sacar adelante a la familia sin tener un duro para ello".
Pues bien, resulta que tengo una vida. Trabajo, preparo la comida, hago la colada, visito a los familiares mayores que tengo, planifico las compras de la semana, limpio (tarea compartida con mi marido, que afortunadamente es el siglo XXI en estr aspecto), y cuando termino de todo eso, me gustaría disponer de un poco de tranquilidad. Tranquilidad que no sólo implica ausencia de berridos de niño, sino que también implica saber que no tengo en el banco menos dinero del que tengo que gastar. Cuando tenga recursos para vestir, limpiar, alimentar y llevar al colegio y a la guardería a mi hijo, estaré encantada de tenerlo, pero ahora sencillamente no puedo. Ni me siento preparada psicológicamente ahora mismo para ser madre, aunque me gustaría serlo en un futuro. Y encima de todo mi esfuerzo, pocas veces tengo una palabra de reconocimiento o de agradecimiento, como si las mujeres fuésemos súper-womans per sé que sacamos la energía de debajo de las piedras y encima llevamos adelante la familia y el hogar encantadas de la vida, como si fuera nuestra vocación natural. Eso sí, si cometes un error o se te olvida algo, ya está ahí la vocecita acusadora diciendo "esto no está bien". La misma que cuando se encuentra las facturas pagadas o la comida en el plato deduce que todo eso está ahí por generación espontánea.
La cuestión de cómo va a entender eso un hombre de mediana edad, célibe, que tiene la vida solucionada económicamente porque tiene tras él una organización que se ocupa de todo, que jamás va a tener que preocuparse por una esposa o por unos hijos, y que encima vive rodeado de gente que le ríe las gracias y le da la razón continuamente, es un misterio.
Ahí fue cuando sí que tuve que poner la sonrisa de tonta y callarme, porque si no, le habría tenido que decir lo que estaba pensando, y no era cuestión de pegarle un corte semejante al cura al que mis suegros habían pagado para que oficiara esa misa en el pueblo de la fallecida. Aunque a veces pienso que ojalá lo hubiera hecho; me hubiera gustado decirle que nadie le había solicitado su opinión, que no me conocía, que no sabía nada de mí y de mi vida y que por lo tanto era una impertinencia propia de un prepotente maleducado emitir juicios acerca de ella. Podría haberle dicho que si no soy perteneciente a la secta del Opus será porque no estoy de acuerdo con las cosas con las que ellos comulgan, y por último podría haberle preguntado si iba a ser él, ferviente defensor de los matrimonios abiertos a la vida, el que me iba a pagar el colegio, la ropa, los pañales y los juguetes del niño cuando mi cuenta corriente se quedara a cero ante semejante avalancha de gastos. Incluso podría haberle comentado, así como de pasada, lo hipócrita que resulta que se ponga a lanzar alegatos en favor de tener hijos una persona que ha hecho un voto de celibato de por vida.
Como digo, al final no le solté nada de eso, pero la verdad es que lo pensé. Y lo sigo pensando; me revienta la gente que hace juicios de valor sobre la vida de los demás sin que se lo pidan. Me casé hace dos años, mi marido está en el paro (¡viva la crisis!) y yo tengo un trabajo como autónoma en el cual mis ganancias son completamente variables y no tengo nómina. No voy a ponerme a quejarme de mi vida, ya que en líneas generales me va bastante bien, y mucho mejor que a la mayoría de españoles: tengo una casa de la cual no tengo que pagar alquiler ni hipoteca, gozo de buena salud, estoy casada con un hombre al que quiero y que me quiere, y tengo un trabajo sin horarios fijos que me permite organizarme el día como mejor crea conveniente (a no ser me señalen un juicio, obviamente, al que tengo que asistir sea a la hora que sea). Pero no estoy, realmente, en situación económica ni personal de tener hijos ahora mismo; bastante tengo con mantener mi cuenta corriente como está con todos los gastos que tengo. Y me revienta que un sujeto, que no me conoce de nada, me diga que debería tenerlos "porque las madres hacen milagros a la hora de mantener a la familia".
Me gustaría saber lo que ese sacerdote entendía por milagros. Como no creo que pensara que yo soy capaz de multiplicar los panes y los peces (o los pañales), supongo que se referiría a que sacrificara mi vida por completo: buscando un segundo trabajo, quizás, sacando tiempo hasta de las piedras, perdiendo horas de sueño y renunciando a mi tiempo libre, mis vacaciones y mi vida de pareja para poder "hacer el milagro de sacar adelante a la familia sin tener un duro para ello".
Pues bien, resulta que tengo una vida. Trabajo, preparo la comida, hago la colada, visito a los familiares mayores que tengo, planifico las compras de la semana, limpio (tarea compartida con mi marido, que afortunadamente es el siglo XXI en estr aspecto), y cuando termino de todo eso, me gustaría disponer de un poco de tranquilidad. Tranquilidad que no sólo implica ausencia de berridos de niño, sino que también implica saber que no tengo en el banco menos dinero del que tengo que gastar. Cuando tenga recursos para vestir, limpiar, alimentar y llevar al colegio y a la guardería a mi hijo, estaré encantada de tenerlo, pero ahora sencillamente no puedo. Ni me siento preparada psicológicamente ahora mismo para ser madre, aunque me gustaría serlo en un futuro. Y encima de todo mi esfuerzo, pocas veces tengo una palabra de reconocimiento o de agradecimiento, como si las mujeres fuésemos súper-womans per sé que sacamos la energía de debajo de las piedras y encima llevamos adelante la familia y el hogar encantadas de la vida, como si fuera nuestra vocación natural. Eso sí, si cometes un error o se te olvida algo, ya está ahí la vocecita acusadora diciendo "esto no está bien". La misma que cuando se encuentra las facturas pagadas o la comida en el plato deduce que todo eso está ahí por generación espontánea.
La cuestión de cómo va a entender eso un hombre de mediana edad, célibe, que tiene la vida solucionada económicamente porque tiene tras él una organización que se ocupa de todo, que jamás va a tener que preocuparse por una esposa o por unos hijos, y que encima vive rodeado de gente que le ríe las gracias y le da la razón continuamente, es un misterio.
viernes, 10 de febrero de 2012
Jaulas de oro
Oí hablar hace algún tiempo, por una familiar mía que trabaja en Madrid, acerca de las llamadas urbanizaciones cerradas. Nunca había oído de la existencia de sitios así, y tengo que decir que me sorprendió muchísimo: urbanizaciones para gente de clase muy alta, llenas de casas tan grandes y modernas que parecen futuristas. Están rodeadas por un vallado que las oculta del resto del mundo, están controladas por seguridad privada (que sólo deja entrar a los residentes y a los que tienen cita previa, es decir, que los propietarios han avisado que van a venir a visitarles), y dentro tienen todo lo necesario para que sus habitantes no tengan que salir al exterior si no quieren: gimnasio, spa, centro comercial, supermercado, iglesia, farmacia... hasta helipuerto. Son como pequeñas ciudades cerradas en miniatura, donde la élite que vive allí no sale para mezclarse con la plebe más que lo estrictamente necesario. Y, por supuesto, los dueños de las casas compiten entre ellos para ser el más extravagante y lujoso de sus vecinos. Entre los casos (absolutamente verídicos) que me contaron, estaba el de un propietario que se empeñó en tener un televisor de pantalla gigante que saliera del suelo al tocar un botón, y una propietaria que exigía que las luces se encendieran solas en cuanto ella entraba en una habitación y se apagaran en cuanto saliera, porque no le apetecía tener que estar tocando constantemente interruptores. Las parcelas más grandes tienen jardines, piscinas gigantescas y "casitas para huéspédes de sólo veinte habitaciones". Las casas cuentan con piscina cubierta, sauna, sala de cine (sí, sala de cine de verdad, con su pantalla y su suelo inclinado y sus butacas), y una planta sótano entera para "las dependencias del servicio".
No sé a mis lectores, pero a mí la descripción de un lugar así me produce agobio. No niego que, después de ver las fotos de una de esas urbanizaciones, sentí curiosidad por saber cómo sería estar en una de esas casas y verla por dentro. Pero, la verdad, es algo que sólo me gustaría hacer por un fin de semana. Después de un par de días, estoy segura de que más que "guau, quiero quedarme a vivir aquí", mi reacción sería "¡Socorro! ¡Quiero volver a la Tierra!".
Y es que, si uno lo piensa bien, un lugar así no se diferencia mucho de una cárcel. De lujo, sí, pero una cárcel. Un pequeño mundo en miniatura al margen del resto de la humanidad, donde todos se conocen, nadie puede entrar sin autorización, y sus habitantes, por una razón u otra, no pueden abandonar.
Me dirán que no es así, que se pueden marchar cuando quieran. Yo matizaría una cosa: se marcharían si pudieran, pero no pueden. Y es que urbanizaciones de lujo hay muchas, donde las casas son enormes y sus habitantes lucen ropa de buenos diseñadores, se hospedan en hoteles de 5 estrellas, viajan en avión o yate privado y tienen chófer para conducir el BMW, el Porsche o el Ferrari de turno. Pero esos mismos ricachones también se toman un café en el bar, compran en tiendas normales, van al supermercado, pasean por la calle, saben pedir un taxi o coger el metro, van al cine de su ciudad en lugar de tener su sala privada en casa... vamos, que saben desenvolverse en el mundo real y lo hacen, aunque a menudo escojan los mejores productos y los de más calidad, en todos los sentidos. Sin embargo, me da la sensación de que la mayoría de la gente que vive en urbanizaciones cerradas vive de espaldas al mundo, no se mezcla con él. Y eso sólo puede pasar por tres razones:
a) Por narcisismo: Son tan patológicamente creídos y esnobs que se niegan a mezclarse con el populacho y creen que el único lugar digno de ellos es una urbanización súper-ultra-mega exclusiva donde es más difícil entrar que en el Pentágono.
b) Por agobio: Son personas tan famosas que la única forma que tienen de vivir en paz es viviendo recluidas, porque no pueden salir a la calle para comprarse un jersey o ver una película porque todo el mundo se les tiraría encima (como tengo entendido que le pasó hace poco a Justin Bieber, que se metió el chaval en un centro comercial a comprarse una camiseta con un amigo, y las adolescentes comenzaron a llegar en una riada de tal magnitud que la Policía tuvo que acordonar la zona y sacarle escoltado para que no le aplastaran).
c) Por miedo: Son mafiosos o empresarios que no pueden vivir sin protección permanente porque se arriesgan a ser tiroteados (en el primer caso) o secuestrados (en el segundo) en cuanto bajen la guardia, de ahí que deban vivir aislados, desplazarse con discreción y no salir sin su guardaespaldas.
Vamos, que quienes viven allí es o porque están perturbados mentalmente, o porque se sienten acosados, o porque tienen miedo. Y eso, en el fondo, no es otra cosa que ser un prisionero, bien de los demás o bien de la propia mente, por muchas casas futuristas que tengan y muchos spas privados de los que disfruten. Como dijo Stephen King en su novela Ojos de Fuego, un excremento de perro glaseado no es un pastel de bodas, sino un excremento de perro glaseado. Y, si se trata de elegir entre libertad y lujo, tengo muy claro lo que elegiría yo.
No sé a mis lectores, pero a mí la descripción de un lugar así me produce agobio. No niego que, después de ver las fotos de una de esas urbanizaciones, sentí curiosidad por saber cómo sería estar en una de esas casas y verla por dentro. Pero, la verdad, es algo que sólo me gustaría hacer por un fin de semana. Después de un par de días, estoy segura de que más que "guau, quiero quedarme a vivir aquí", mi reacción sería "¡Socorro! ¡Quiero volver a la Tierra!".
Y es que, si uno lo piensa bien, un lugar así no se diferencia mucho de una cárcel. De lujo, sí, pero una cárcel. Un pequeño mundo en miniatura al margen del resto de la humanidad, donde todos se conocen, nadie puede entrar sin autorización, y sus habitantes, por una razón u otra, no pueden abandonar.
Me dirán que no es así, que se pueden marchar cuando quieran. Yo matizaría una cosa: se marcharían si pudieran, pero no pueden. Y es que urbanizaciones de lujo hay muchas, donde las casas son enormes y sus habitantes lucen ropa de buenos diseñadores, se hospedan en hoteles de 5 estrellas, viajan en avión o yate privado y tienen chófer para conducir el BMW, el Porsche o el Ferrari de turno. Pero esos mismos ricachones también se toman un café en el bar, compran en tiendas normales, van al supermercado, pasean por la calle, saben pedir un taxi o coger el metro, van al cine de su ciudad en lugar de tener su sala privada en casa... vamos, que saben desenvolverse en el mundo real y lo hacen, aunque a menudo escojan los mejores productos y los de más calidad, en todos los sentidos. Sin embargo, me da la sensación de que la mayoría de la gente que vive en urbanizaciones cerradas vive de espaldas al mundo, no se mezcla con él. Y eso sólo puede pasar por tres razones:
a) Por narcisismo: Son tan patológicamente creídos y esnobs que se niegan a mezclarse con el populacho y creen que el único lugar digno de ellos es una urbanización súper-ultra-mega exclusiva donde es más difícil entrar que en el Pentágono.
b) Por agobio: Son personas tan famosas que la única forma que tienen de vivir en paz es viviendo recluidas, porque no pueden salir a la calle para comprarse un jersey o ver una película porque todo el mundo se les tiraría encima (como tengo entendido que le pasó hace poco a Justin Bieber, que se metió el chaval en un centro comercial a comprarse una camiseta con un amigo, y las adolescentes comenzaron a llegar en una riada de tal magnitud que la Policía tuvo que acordonar la zona y sacarle escoltado para que no le aplastaran).
c) Por miedo: Son mafiosos o empresarios que no pueden vivir sin protección permanente porque se arriesgan a ser tiroteados (en el primer caso) o secuestrados (en el segundo) en cuanto bajen la guardia, de ahí que deban vivir aislados, desplazarse con discreción y no salir sin su guardaespaldas.
Vamos, que quienes viven allí es o porque están perturbados mentalmente, o porque se sienten acosados, o porque tienen miedo. Y eso, en el fondo, no es otra cosa que ser un prisionero, bien de los demás o bien de la propia mente, por muchas casas futuristas que tengan y muchos spas privados de los que disfruten. Como dijo Stephen King en su novela Ojos de Fuego, un excremento de perro glaseado no es un pastel de bodas, sino un excremento de perro glaseado. Y, si se trata de elegir entre libertad y lujo, tengo muy claro lo que elegiría yo.
viernes, 3 de febrero de 2012
¿Estamos gilipollas, o qué?
Me he encontrado hoy con la noticia (un tanto atrasada) de que a finales de Enero murió Caroline Lovell, ferviente defensora del "parto natural en casa", precisamente a causa de complicaciones en su segundo parto... que, por supuesto, tuvo lugar en su casa. Cuando la llevaron al hospital, ya era tarde. Esta noticia me hace pensar en otra, leída recientemente, por la cual me enteré del alarmante rebrote de casos de sarampión, una enfermedad que en España estaba prácticamente erradicada desde la implantación de la vacuna triple vírica. Y el rebrote se ha dado, cómo no, en comunidades donde los padres han dejado de vacunar a los niños por esa estúpida moda de "no vacunar a los niños porque no es natural y además mi portera Paqui me ha dicho que el hijo de la prima de la cuñada de su tía segunda por parte de madre, que sabe mucho, le ha dicho que ha oído que las vacunas provocan autismo".
Me van a perdonar, pero MANDA HUEVOS. Hasta que Jenner descubrió la vacuna, niños y adultos morían como moscas a causa de las enfermedades víricas. Muerte y más muertes, enfermedades que rebrotaban una y otra vez. Casi las mismas muertes, por cierto, que ocurrían en los hogares donde las mujeres se jugaban la vida pariendo sin asepsia, sin instrumental adecuado y sin médico, únicamente con una comadrona que carecía de medios para actuar en caso de que se diese una complicación o una situación de emergencia.
Estamos hablando de tasas de mortalidad altísimas, tasas que no se pueden tomar a broma. Antes de que existieran las vacunas y antibióticos, la tasa de mortalidad infantil estaba en torno al 50% (en el mejor de los casos). Respecto a las mujeres en edad de dar a luz, su tasa de mortalidad durante el parto o en los días inmediatamente posteriores (por fiebres puerperales) estaba en torno al 60%, y su esperanza de vida era de 30 a 40 años. Vamos, que cuando una mujer se quedaba embarazada se le daban todos los caprichos y se la llenaba de amueltos y postales de santos, porque era más bien dudoso que sobreviviera a la experiencia.
Y resulta que hoy en día, que disponemos (al menos el el Primer Mundo) de antibióticos, vacunas, hospitales desinfectados con salas de parto que cumplen los requisitos de asepsia, ginecólogos, anestesia epidural, transfusiones de sangre, cesárea segura, monitorización de la madre y del feto, y todo tipo de instrumental médico y tecnología para hacer frente a cualquier imprevisto o complicación que ponga en peligro la vida de los pacientes... resulta que hay niños gravemente enfermos de sarampión PORQUE A SUS PADRES NO LES DA LA REAL GANA VACUNARLOS y señoras que se mueren en su casa dando a luz PORQUE NO LES DA LA GANA PARIR EN UN HOSPITAL.
¿Estamos gilipollas, o qué pasa? ¿Nos hemos vuelto todos locos? Con lo que hubieran dado las mujeres del pasado por poder vacunar a sus hijos contra las enfermedades que se los llevaban, y por poder parir de forma segura y vivir para criar a su familia, ¿y ahora que contamos con estos medios, hay quien los rechaza y se pone en peligro a sí misma y a sus hijos voluntariamente?
Que nadie me venga con "es una opción más" o "es que yo quiero vivir una experiencia natural". Eso no son más que gilipolleces. Si quieres vivir una experiencia natural vete a vivir a una granja en el campo y cría patatas ecológicas, pero no te arriesgues a parir en casa o a no vacunar a tus hijos. Que con la salud no se juega. Que sólo tenemos una vida. Imbécil.
Me van a perdonar, pero MANDA HUEVOS. Hasta que Jenner descubrió la vacuna, niños y adultos morían como moscas a causa de las enfermedades víricas. Muerte y más muertes, enfermedades que rebrotaban una y otra vez. Casi las mismas muertes, por cierto, que ocurrían en los hogares donde las mujeres se jugaban la vida pariendo sin asepsia, sin instrumental adecuado y sin médico, únicamente con una comadrona que carecía de medios para actuar en caso de que se diese una complicación o una situación de emergencia.
Estamos hablando de tasas de mortalidad altísimas, tasas que no se pueden tomar a broma. Antes de que existieran las vacunas y antibióticos, la tasa de mortalidad infantil estaba en torno al 50% (en el mejor de los casos). Respecto a las mujeres en edad de dar a luz, su tasa de mortalidad durante el parto o en los días inmediatamente posteriores (por fiebres puerperales) estaba en torno al 60%, y su esperanza de vida era de 30 a 40 años. Vamos, que cuando una mujer se quedaba embarazada se le daban todos los caprichos y se la llenaba de amueltos y postales de santos, porque era más bien dudoso que sobreviviera a la experiencia.
Y resulta que hoy en día, que disponemos (al menos el el Primer Mundo) de antibióticos, vacunas, hospitales desinfectados con salas de parto que cumplen los requisitos de asepsia, ginecólogos, anestesia epidural, transfusiones de sangre, cesárea segura, monitorización de la madre y del feto, y todo tipo de instrumental médico y tecnología para hacer frente a cualquier imprevisto o complicación que ponga en peligro la vida de los pacientes... resulta que hay niños gravemente enfermos de sarampión PORQUE A SUS PADRES NO LES DA LA REAL GANA VACUNARLOS y señoras que se mueren en su casa dando a luz PORQUE NO LES DA LA GANA PARIR EN UN HOSPITAL.
¿Estamos gilipollas, o qué pasa? ¿Nos hemos vuelto todos locos? Con lo que hubieran dado las mujeres del pasado por poder vacunar a sus hijos contra las enfermedades que se los llevaban, y por poder parir de forma segura y vivir para criar a su familia, ¿y ahora que contamos con estos medios, hay quien los rechaza y se pone en peligro a sí misma y a sus hijos voluntariamente?
Que nadie me venga con "es una opción más" o "es que yo quiero vivir una experiencia natural". Eso no son más que gilipolleces. Si quieres vivir una experiencia natural vete a vivir a una granja en el campo y cría patatas ecológicas, pero no te arriesgues a parir en casa o a no vacunar a tus hijos. Que con la salud no se juega. Que sólo tenemos una vida. Imbécil.
miércoles, 1 de febrero de 2012
Héroes olvidados (IV): Stanislav Petrov, el hombre que salvó el mundo
Si te cruzas con Stanislav Petrov, un amable jubilado que vive actualmente en Fryazino (Rusia), lo más seguro es que no le mires dos veces ni gires la cabeza para observarle, ya que su aspecto no tiene nada de particular. Si mencionas su nombre, incluso incluyendo su graduación militar de teniente coronel del ejército soviético, habrá pocos historiadores que lo sepan ubicar. Y sin embargo, este hombre, al que tan poca gente conoce, es el responsable de que en este mundo la vida a día de hoy continúe y no se haya convertido en un erial inerte y humeante, pasto de un infierno nuclear. Este hombre, hace casi 29 años, salvó el mundo.
¿Y cómo ocurrió la cosa? Corría el año 1983, y pasaba apenas un cuarto de hora de la medianoche del 25 al 26 de Septiembre. El aquel entonces teniente coronel Petrov se encontraba en el interior del búnker Seprujov-15, centro del alto mando de la inteligencia militar soviética, desde donde se coordinaba la defensa aeroespacial rusa. Recordemos que estamos en plena Guerra Fría, y que las cosas estaban particularmente tensas en ese momento; hacía apenas tres semanas que la Unión Soviética había derribado un avión de pasajeros por violar su espacio aéreo, lo cual había resultado en la muerte de todos los que iban a bordo, varios de ellos estadounidenses y uno de ellos en concreto congresista de los EEUU. Las relaciones ya tirantes de por sí entre los EEUU y la URSS se encontraban en uno de los puntos más frágiles, y los soviéticos estaban en alerta ante un posible ataque nuclear por parte de los norteamericanos como represalia.
Esta era la situación cuando, a las 00:14 (hora de Moscú), saltó la alarma en el búnker donde se encontraba de guardia el teniente coronel Petrov: uno de los satélites dio la alarma de que un misil nuclear de los EEUU se dirigía hacia la URSS y su llegada (y explosión) estaba prevista en 20 minutos.
Es lógico imaginar el salto que debió pegar Petrov en el asiento al ver la alarma. Tras el sobresalto inicial, pensó que debía tratarse de un error, ya que nadie empieza un ataque nuclear con un sólo misil. Sin embargo, poco después las alarmas comenzaron a repetirse: otro misil más. Y otro, y otro... las alarmas aumentaron a cinco. Ahí fue cuando la duda comenzó a corroer a Stansilav Petrov; ¿debía hacer saltar la alarma? No parecía lógico que EEUU comenzara una guerra nuclear enviando sólo cinco misiles en lugar de los cientos que tendría que haber lanzado para dejar a la URSS incapacitada para responder al ataque. Sin embrago, el satélite señalaba que esos cinco misiles se seguían acercando. Si daba la alarma y todo era un error del satélite, probablemente provocaría una respuesta contundente por parte de la URSS que desembocaría en la muerte de millones de personas. Pero si no daba la alarma y el ataque era real, condenaría a la muerte a millones de sus propios compatriotas y se convertiría en un traidor. Menuda disyuntiva. ¿Daba o no daba la alarma? El tiempo seguía corriendo.
Según la lógica y el reglamento militar, Petrov debió haber delegado, haber dejado la decisión en manos de otros. Debió haber activado la alarma, informado a sus superiores y dejar que ellos decidieran. Pero existían grandes probabilidades de que su superior fuera un fanático, un alarmista o un cabeza cuadrada que estuviera deseando reventar los EEUU y sólo estuviera esperando la más mínima oportunidad de poder comenzar la guerra nuclear a gran escala que el mundo llevaba años temiendo. Petrov decidió responsabilizarse él mismo de la decisión, hizo caso a la intuición que le decía que todo era un error del satélite, y no activó la alerta.
Y, efectivamente, era un error del satélite. Los supuestos misiles eran en realidad reflejos del sol en nubes altas, cuyos destellos fueron erróneamente interpretados por el software del sistema de alerta como motores de misiles en funcionamiento. Evidentemente, hubo una investigación, ya que la incidencia quedó registrada y los superiores de Petrov iniciaron una investigación y pidieron al teniente coronel explicaciones acerca de por qué había desobedecido las órdenes y no había activado la alarma de contra ofensiva. La respuesta de Petrov fue que "nadie empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles".
Como, a pesar de haber desobedecido órdenes, era evidente que acababa de salvar Rusia y probablemente el mundo, Petrov no fue castigado. Se le acusó de una falta burocrática menor (completar formularios de manera incorrecta), pero se le miró con malos ojos por la insubordinación y se le dejó de considerar de fiar. Además, interesaba ocultar el incidente, que dejaba en ridículo al ejército soviético y ponía en evidencia el mal funcionamiento de su sistema de defensa. Stanislav Petrov fue asignado a puestos de responsabilidad menor y al cabo de unos meses se retiró voluntariamente manteniendo su rango.
Este episodio pasó completamente desapercibido en su tiempo. Petrov, que nunca se consideró a sí mismo un héroe, recibió finalmente en 2004 un pequeño reconocimiento por su labor: recibió el Premio Anual al Ciudadano del Mundo, otorgado por una asociación estadounidense, consistente en 1.000 dólares americanos. Sí, mil. Mil dólares por salvar el mundo.
Ahora, me gustaría que mis lectores se tomasen un minuto para imaginar qué es lo que habría sucedido si, en lugar de Petrov, en el búnker hubiese habido esa noche otra persona (algo muy probable, puesto que esa tarea de vigilancia no era el cometido habitual de Stanislav y sólo estaba allí por casualidad... aunque yo más bien diría que le puso ahí la Providencia). ¿Hubiese reaccionado igual? ¿Y si hubiese sido un alarmista, o una persona con menos lógica? ¿Y si hubiese sido un fanático? ¿Y si hubiese sido un indeciso o un timorato que hubiese preferido lavarse las manos y dejar la patata caliente de la decisión en manos de sus superiores?
¿Y si se hubiese activado la alarma de la contraofensiva?
¿Qué quedaría del mundo ahora mismo?
El teniente coronel Stanislav Petrov en su juventud, vestido de militar
¿Y cómo ocurrió la cosa? Corría el año 1983, y pasaba apenas un cuarto de hora de la medianoche del 25 al 26 de Septiembre. El aquel entonces teniente coronel Petrov se encontraba en el interior del búnker Seprujov-15, centro del alto mando de la inteligencia militar soviética, desde donde se coordinaba la defensa aeroespacial rusa. Recordemos que estamos en plena Guerra Fría, y que las cosas estaban particularmente tensas en ese momento; hacía apenas tres semanas que la Unión Soviética había derribado un avión de pasajeros por violar su espacio aéreo, lo cual había resultado en la muerte de todos los que iban a bordo, varios de ellos estadounidenses y uno de ellos en concreto congresista de los EEUU. Las relaciones ya tirantes de por sí entre los EEUU y la URSS se encontraban en uno de los puntos más frágiles, y los soviéticos estaban en alerta ante un posible ataque nuclear por parte de los norteamericanos como represalia.
Esta era la situación cuando, a las 00:14 (hora de Moscú), saltó la alarma en el búnker donde se encontraba de guardia el teniente coronel Petrov: uno de los satélites dio la alarma de que un misil nuclear de los EEUU se dirigía hacia la URSS y su llegada (y explosión) estaba prevista en 20 minutos.
Es lógico imaginar el salto que debió pegar Petrov en el asiento al ver la alarma. Tras el sobresalto inicial, pensó que debía tratarse de un error, ya que nadie empieza un ataque nuclear con un sólo misil. Sin embargo, poco después las alarmas comenzaron a repetirse: otro misil más. Y otro, y otro... las alarmas aumentaron a cinco. Ahí fue cuando la duda comenzó a corroer a Stansilav Petrov; ¿debía hacer saltar la alarma? No parecía lógico que EEUU comenzara una guerra nuclear enviando sólo cinco misiles en lugar de los cientos que tendría que haber lanzado para dejar a la URSS incapacitada para responder al ataque. Sin embrago, el satélite señalaba que esos cinco misiles se seguían acercando. Si daba la alarma y todo era un error del satélite, probablemente provocaría una respuesta contundente por parte de la URSS que desembocaría en la muerte de millones de personas. Pero si no daba la alarma y el ataque era real, condenaría a la muerte a millones de sus propios compatriotas y se convertiría en un traidor. Menuda disyuntiva. ¿Daba o no daba la alarma? El tiempo seguía corriendo.
Según la lógica y el reglamento militar, Petrov debió haber delegado, haber dejado la decisión en manos de otros. Debió haber activado la alarma, informado a sus superiores y dejar que ellos decidieran. Pero existían grandes probabilidades de que su superior fuera un fanático, un alarmista o un cabeza cuadrada que estuviera deseando reventar los EEUU y sólo estuviera esperando la más mínima oportunidad de poder comenzar la guerra nuclear a gran escala que el mundo llevaba años temiendo. Petrov decidió responsabilizarse él mismo de la decisión, hizo caso a la intuición que le decía que todo era un error del satélite, y no activó la alerta.
Y, efectivamente, era un error del satélite. Los supuestos misiles eran en realidad reflejos del sol en nubes altas, cuyos destellos fueron erróneamente interpretados por el software del sistema de alerta como motores de misiles en funcionamiento. Evidentemente, hubo una investigación, ya que la incidencia quedó registrada y los superiores de Petrov iniciaron una investigación y pidieron al teniente coronel explicaciones acerca de por qué había desobedecido las órdenes y no había activado la alarma de contra ofensiva. La respuesta de Petrov fue que "nadie empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles".
Como, a pesar de haber desobedecido órdenes, era evidente que acababa de salvar Rusia y probablemente el mundo, Petrov no fue castigado. Se le acusó de una falta burocrática menor (completar formularios de manera incorrecta), pero se le miró con malos ojos por la insubordinación y se le dejó de considerar de fiar. Además, interesaba ocultar el incidente, que dejaba en ridículo al ejército soviético y ponía en evidencia el mal funcionamiento de su sistema de defensa. Stanislav Petrov fue asignado a puestos de responsabilidad menor y al cabo de unos meses se retiró voluntariamente manteniendo su rango.
Stanislav Petrov, en la actualidad
Este episodio pasó completamente desapercibido en su tiempo. Petrov, que nunca se consideró a sí mismo un héroe, recibió finalmente en 2004 un pequeño reconocimiento por su labor: recibió el Premio Anual al Ciudadano del Mundo, otorgado por una asociación estadounidense, consistente en 1.000 dólares americanos. Sí, mil. Mil dólares por salvar el mundo.
Ahora, me gustaría que mis lectores se tomasen un minuto para imaginar qué es lo que habría sucedido si, en lugar de Petrov, en el búnker hubiese habido esa noche otra persona (algo muy probable, puesto que esa tarea de vigilancia no era el cometido habitual de Stanislav y sólo estaba allí por casualidad... aunque yo más bien diría que le puso ahí la Providencia). ¿Hubiese reaccionado igual? ¿Y si hubiese sido un alarmista, o una persona con menos lógica? ¿Y si hubiese sido un fanático? ¿Y si hubiese sido un indeciso o un timorato que hubiese preferido lavarse las manos y dejar la patata caliente de la decisión en manos de sus superiores?
¿Y si se hubiese activado la alarma de la contraofensiva?
¿Qué quedaría del mundo ahora mismo?