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sábado, 11 de agosto de 2012

Crítica de "Pétalo carmesí, flor blanca", de Michel Faber


Sugar tiene diecinueve años y ejerce la prostitución desde los trece, cuando su madre introdujo a uno de sus clientes en su cama. William Rackham es un caballero de treinta y un años, educado en Oxford, condenado a suceder a su padre en la industria familiar, pero que siempre ha deseado llevar una vida de goces intelectuales. Está casado con la hermosa Agnes, a la que ama, aunque ella odia el sexo y abomina de la maternidad. Y un día en que William se siente más iracundo que nunca, cae en sus manos un folleto donde recomiendan el prostíbulo de la señora Castaway, y elogian a su pupila Sugar. La jovencita seduce a William. Y él decide no compartirla con nadie, aunque tenga que optar por la empresa de su padre, y dividirse entre el pétalo carmesí y el blanco...


Hoy mismo he terminado de leer esta novela, prestada y recomendada por una amiga, de la que no había oído hablar hasta que ella la mencionó.
¿Y qué me ha parecido? En pocas palabras, podríamos decir que buena... aunque con un final excesivamente abierto.
Hay que tener en cuenta que esta novela es bastante extensa (más de 1000 páginas), y aún así tiene la virtud de no hacerse larga ni pesada. Esto es fruto, tanto de la excelente pluma de Michel Faber, que escribe con una fluidez y un estilo impecables, como por la genial construcción de sus personajes y de su atmósfera, tan reales que es imposible no sentirse de verdad trasladados al Londres de finales del siglo XIX y conociendo a unos personajes de carne y hueso que casi se pueden oler, ver y tocar. A todo esto ayuda el modo de narrar de Faber, que escribe en un constante presente y habla desde las páginas del libro como una suerte de narrador omnisciente que lleva al lector de la mano por su mundo y en el momento más inesperado le susurra secretos al oído. El comienzo de este libro, a pesar de ser lento (tarda más de 100 páginas en presentarnos a los personajes principales), es uno de los mejores y más hechizantes y adictivos que he leído jamás.

La historia se centra en cinco personajes principales: Sugar, una joven e inteligente aunque amargada prostituta, William, un perfumero londinense, Agnes, la excéntrica y espiritual esposa de William, Henry, el devoto hermano de William, y Emmeline Fox, una mujer valiente e idealista que tiene gran amistad con Henry. Los destinos de estos cinco personajes se van entrelazando en una historia donde el idealismo se confunde con el cinismo, la esperanza con la desesperación, el idealismo con el pragmatismo y el egoísmo con la lujuria.
Ninguno de los personajes está totalmente desprovisto de virtudes ni totalmente libre de defectos. Es inevitable que los amemos en un capítulo y los odiemos al siguiente, lo que hace que aún sean más reales. Sin embargo, Michel Faber juega con ellos y con el lector en ocasiones, explayándose convenientemente sobre sus sentimientos, ideas y motivaciones cuando le conviene, para de repente hacerles cometer alguna estupidez o cambiar drásticamente de parecer sin explicarnos por qué lo hacen. Es obvio que en estos casos Faber necesita que la historia vire en una dirección determinada, y como sería complicado explicar por qué tal personaje decide hacer tal cosa... pues la hace y punto.

Que el potencial lector no se engañe; a pesar de lo que pueda parecer por el resumen, trama amorosa hay muy poca. Lo que sí hay, y en abundancia, son descripciones del ambiente, la época y la ciudad (muy amenas y realistas, lo cual no es poco mérito), un sórdido retrato de los bajos fondos del puritano e hipócrita Londres victoriano (especialmente centrado en la prostitución), y una historia en la que, en realidad, pasan menos cosas de las que podría parecer en una primera lectura.

Lo que más se echa de menos, y el mayor defecto que se puede achacar al libro, es que dedique tantas páginas a paja (paja interesante y que se lee con interés, pero paja a fin de cuentas), y que el final se corte con excesiva brusquedad, sin explicarnos cuál es el destino de algunos de los personajes más importantes, dando la sensación de que Michel Faber, o bien estaba deseando terminar el libro a cualquier precio, o bien no sabía cómo arreglar el desaguisado que se estaba montando. Lo cual hace que se cierre el libro en un perfecto in res media, con aire de perplejidad, y preguntándote si tanto costaba añadir cuatro o cinco paginitas más que aclarasen dónde han ido ciertos personajes y qué va a ser de ellos a partir de ahora.

Recomendable y muy bien escrito, para paladear lentamente letra a letra, ideal como lectura de verano. Eso sí, por culpa del brusco final no se va a quedar en mi podium particular de libros favoritos.

Más detalles en SPOILERS, principalmente analizando a los personajes y lo que le sucede a cada uno de ellos:

Sugar: En mi opinión, el mejor personaje. La han machacado, la han humillado de mil maneras distintas, y a pesar de su cinismo y su resentimiento, en el fondo sigue siendo una muchacha de 19 años, hambrienta de afecto genuino y con un punto de inocencia que nadie le puede arrebatar. Esto se ve muy bien no sólo en detalles como su compasión por las prostitutas moribundas, o sus remordimientos en un momento determinado ante su amiga Caroline, sino en lo dependiente emocional y materialmente que se vuelve de William Rackham en cuanto este la convierte en su querida. Ahí es cuando Sugar se da cuenta de que su dureza y su independencia en el fondo no eran tales, que a pesar de ser una mujer inteligente e intelectual, está deseando amar y ser amada, necesitar y ser necesitada. Un ansia que, finalmente, no colma su amante, sino la pequeña Sophie Rackham, la cual despierta un instinto maternal que Sugar ni siquiera sabía que tenía (y que la distingue radicalmente de la fría crueldad de la señora Castaway, por más que su hija tema parecerse a ella), y en menor medida también Agnes, por la cual Sugar es la única que siente comprensión, afecto y compasión sinceros.
Parece como si la moraleja de la historia, visto lo visto con Sugar, fuera que las mujeres sólo pueden aspirar a recibir afecto y lealtad entre ellas, ya que los hombres, por una razón u otra, están demasiado absortos en sí mismos como para tenerlas en consideración a ellas.
Y me joroba mucho, muchísimo, que el autor deje en el aire lo que sucede al final con ella y con Sophie, porque la historia de amor entre Sophie y Sugar está entre las más bonitas del libro: una prostituta a la que nadie ama, una niña a la que nadie ama; las dos están solas en el mundo, rodeadas de personas que se ocupan de su bienestar material pero que emocionalmente las están dejando morir de hambre... y se conocen y se quieren hasta que no pueden vivir la una sin la otra. Maldito sea el autor por no revelarnos qué será de ellas, aunque yo espero que nadie las encuentre y no tengan que separarse jamás.

Emmeline Fox: Mi personaje favorito del libro. Una mujer valiente, inteligente, idealista y profundamente comprometida con las realidades sociales más duras. Emmeline está sola, está enferma y los dos únicos hombres que hay en su vida la niegan el afecto que necesita, pero ella jamás decae. Miembro del Ejército de Salvación, es la única persona realmente altruista que aparece en la novela, más preocupada por los demás que por sí misma. Posee una fortaleza inquebrantable y carece de egoísmo. El único defecto que se le puede achacar es cierto dogmatismo y convencionalidad (aunque incluso eso lo deja de lado en una escena que me parece de las menos creíbles de la novela, ¿o alguien en verdad se puede creer que Emmeline Fox sea capaz de ir a ver a Henry desnuda bajo una capa para mantener relaciones sexuales con él? De hecho, cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que esa escena fue un delirio de Henry provocado por el humo que lo estaba asfixiando en la realidad).
Emmeline tiene una mezcla deliciosa de idealismo y pragmatismo: es capaz de hacer cualquier cosa por defender sus ideales (incluso ignorar el "qué dirán", tan importante en aquella época) y al mismo tiempo es capaz de coger el toro por los cuernos ante cualquier problema, ya sea una enfermedad o una tragedia personal. Es una lástima que su amor por Henry no llegue a fructificar, porque me habría encantado un final feliz para ella.

Henry Rackham: El hermano devoto de William, paradigma perfecto del "clérigo bienintencionado pero en el fondo hipócrita". Henry se cree devoto y altruista, pero es de los que fallan ante la primera prueba dura que se les pone delante. Se cree religioso, pero su fe flaquea en cuanto la señora Fox enferma. Se cree altruista, pero en el fondo es un salido igual que su hermano, por mucho que lo niegue ante sí mismo. Su concepción totalmente distorsionada del sexo, la fe y el amor, hacen que aparte de sí el cariño incondicional de su amiga Emmeline. Cree que la ama, pero se ama más a sí mismo y a la imagen de santo varón casto y perfecto que tiene de sí. Aunque no tiene mal fondo ni malas intenciones, al final es un hipócrita que rechaza el amor por orgullo, por intentar reprimir sus deseos en lugar de canalizarlos hacia la mujer que ama.
Su muerte, por cierto, es la más estúpida que alcanzo a imaginar. Al principio crees que Emmeline ha muerto de tisis y que él se ha suicidado, pero no; resulta que Emmeline está viva y que él... ¿se ha quedado dormido con la chimenea encendida y sus papeles prendieron? Porque después de la escena de sexo con la señora Fox (que nunca sabremos si era verdad o el delirio onírico de un moribundo) lo siguiente que sabemos de él es que ha muerto. Me parece un recurso bastante mezquino de Michel Faber para escatimar un final feliz a su historia. Va alargando el tira y afloja de tensión sexual no resuelta todo lo que puede, y cuando no da más de sí, saca la tijera y corta por lo sano eliminando porque sí al personaje de Henry. Pues vaya mierda, la verdad.

William Rackham: Lo peor de lo peor, junto con sus dos compañeros de juerga de la facultad. Un sujeto infantil, egoísta, arrogante y de nula empatía, que vive por y para su ombligo. Se cree que ama a los demás, pero sólo los tolera en la medida que le resultan útiles. Todas sus decisiones en el libro son egoístas: convierte a Sugar en su querida sin preocuparse de lo que ella siente por él, decide hacerse cargo de su empresa sólo por permitirse el lujo de mantenerla para él solo, y no se preocupa en absoluto de sus sentimientos: puede dejarla días y días esperando una visita en su casa de Marylebone y al final llega al extremo de rechazarla sin dudar en el momento en que se le pasa el calentón por ella (nunca fue amor) y cree que está embarazada. Para él, Sugar es un objeto útil y hermoso, jamás la ve como un ser humano con sentimientos. El hecho de que ella dependa totalmente de él, de que haya dedicado horas y más horas ayudándole a sacar adelante el negocio y de que siempre haya hecho todo lo que él ha querido, a William no le importa lo más mínimo.
Otro tanto hace con su padre, con su hermano, con su hija y con su esposa. Su padre sólo está para darle dinero; de su hermano ni se acuerda al poco de morir. A Agnes se limita a tolerarla sin hacer esfuerzo alguno por tratar de entenderla o empatizar con ella, y a su hija directamente la ignora (es una chica, que no podrá ser heredera de su empresa, y encima difícil de casar, por lo que carece de utilidad y no merece atención). A Agnes decide mandarla a un loquero en cuanto empieza a dejarle mal en sociedad; si se resistía a enviarla al manicomio no era por amor sino porque no le consideraran un mal marido, y en cuanto decide hacerlo no le motivan los deseos de verla curada sino de no sufrir escarnio social. En cuanto a Sophie, sólo se interesa por ella en el momento en que desaparece, y no porque la quiera, sino porque le han quitado algo que le pertenece.
A lo largo de la novela genera sentimientos dudosos y contradictorios (¿será posible que en el fondo sea un buen hombre y sólo necesitara un empujoncito?), pero a lo largo de la segunda mitad de la novela se revela como lo que es: un canalla egoísta e insensible que se merece cada cosa mala que le pasa.

Agnes Piggot Rackham: La etérea y perturbada Agnes, víctima de un tumor cerebral que todos (excepto el narrador omnisciente y el lector) desconocen, es un personaje que despierta sentimientos encontrados. Provoca irritación y compasión a partes iguales. En el fondo, triunfa la compasión, porque Agnes es una víctima: nadie la ha comprendido jamás, todos deciden por ella, y la han estado educando una y otra vez para que se pliegue a lo que los demás creen que debería ser y no a luchar por lo que es.
Lo que más duele de Agnes es vislumbrar el tipo de persona que hubiera podido ser si la hubieran dejado. Pero no la dejan. Encorsetada en una sociedad rígida, hipócrita y machista, vive toda la vida con el terror de la "enfermedad" que es su menstruación y que nadie se ha molestado en explicarle. Vive traumatizada por haber sido arrancada de la religión que ella quería profesar, No entiende el mundo y nadie la entiende, porque nadie le pregunta una sola vez en su vida qué quiere, cómo se siente, qué necesita. Aunque intenta desesperadamente ser normal, ser una más y triunfar en sociedad, no lo consigue, y no es sólo el tumor lo que la transtorna cada vez más: es la incompresión, la indiferencia y la hipocresía de los demás. Agnes es débil, egocéntrica y excéntrica hasta límites extremos, pero a diferencia de otros personajes de la novela no tiene maldad: no puede evitar ser como es, la han hecho así.
Curiosamente, es Sugar, la amante de su marido, la única persona que le dispensa cariño y empatía auténticas a lo largo de toda la novela. La relación que tiene la enferma y perdida Agnes con un "Santa Hermana", con su "ángel guardián", es la más auténtica, tierna y conmovedora de toda la historia (seguida por el amor casi materno-filial entre Sugar y Sophie).
Por ello mismo, es otro de los personajes de los que me joroba muchísimo no saber el destino. Me hubiera gustado mucho poder disfrutar de un par de páginas contemplando a una Agnes feliz, por fin gozando de algo parecido a la paz espiritual, en el convento de monjas católicas al que tanto anhelaba llegar. Seguro que es más dichosa allí los pocos meses que le queden de vida que durante toda su existencia anterior.

Al margen de estos cinco protagonistas, mención especial para Caroline, la auténtica Cenicienta del cuento. Nadie va a salvarla jamás, pero ella intenta dar algo bueno a todo el mundo, incluso sin ser consciente de ello. Es una superviviente nata, mantiene cierta bondad intrínseca a pesar de haberlo perdido todo, y sólo eso ya la convierte en una persona admirable.

viernes, 3 de agosto de 2012

Hablar con Dios

De pequeña, en clase de Religión, me enseñaron que "rezar es hablar con Dios". Acto seguido, a lo largo de ese curso y los siguientes, solían enseñarnos una serie de oraciones que, al parecer, servían cada cual para una ocasión.
Debo reconocer que esas oraciones, que se aprenden de memoria y se recitan de carrerilla, nunca me han gustado demasiado. Casi da la sensación de que son "hechizos", más que
conversaciones con la divinidad, al estilo de la santería haitiana que mezcla el vudú con el cristianismo (en plan "reza tres veces esta oración a la Virgen de Caravaca en luna llena y con una vela blanca encendida y tu enfermedad sanará"). La única excepción es el Padre Nuestro, no sólo porque me parece profunda, natural y bellísima, sino porque es la única (la ÚNICA) oración que Jesús nos enseñó en persona, en los Evangelios.
La inmensa mayoría de oraciones me parecen, por decirlo en palabras claras, grandilocuentes y estereotipadas. No es que no sean bonitas, o que no digan verdades, sino que me parecen demasiado afectadas. Igual, dicho sea de paso, que el lenguaje que mucha gente emplea para hablar de Dios o con Dios: de
inmediato se llenan la boca (o los dedos, al escribir) de palabras rimbombantes, expresiones afectadas, solemnidades y arcaísmos, como si Dios no fuera a escucharnos a no ser que vistamos nuestro léxico de punta en blanco, con chaqué o con polisón.

Veamos un ejemplo, sacado de la
página web Iglesia.org. Una oración por los difuntos:

Oh Jesús, único consuelo en las horas eternas del dolor, único consuelo sostén en el vacío inmenso que la muerte causa entre los seres queridos! Tú, Señor, a quién los cielos, la tierra y los hombres vieron llorar en días tristísimos; Tú, Señor, que has llorado a impulsos del más tierno de los cariños sobre el sepulcro de un amigo predilecto; Tú, oh Jesús! que te compadeciste del luto de un hogar deshecho y de corazones que en él gemían sin consuelo; Tú, Padre amantísimo, compadécete también de nuestras lágrimas. Míralas, Señor, como sangre del alma dolorida, por la perdida de aquel que fue deudo queridísimo, amigo fiel, cristiano fervoroso. Míralas, Señor, como tributo sentido que te ofrecemos por su alma, para que la purifiques en tu sangre preciosísima y la lleves cuanto antes al cielo, si aún no te goza en él! Míralas, Señor, para que nos des fortaleza, paciencia, conformidad con tu divino querer en esta tremenda prueba que tortura el alma! Míralas, oh dulce, oh pidadosísimo Jesús! y por ellas concédenos que los que aquí en la tierra hemos vivido atados con los fortísimos lazos de cariño, y ahora lloramos la ausencia momentánea del ser querido, nos reunamos de nuevo junto a Ti en el Cielo, para vivir eternamente unidos en tu Corazón. Amén.

Creo que aquí se ve lo que quiero decir. La oración es bonita, quién lo duda, y lo que dice es cierto. Pero, ¿acaso es ese el modo en que hablamos a un amigo en un momento de dolor? ¿Acaso es la manera en que alguien, sumido de veras en el dolor que esa oración expresa, habla con su Padre Celestial en intimidad y confianza para pedirle consuelo? Yo creo que no. O, al menos, cuando murieron mis abuelos yo no rezaba así. Mis
conversaciones de Dios siempre han sido más viscerales, más salidas del corazón, más con mis propias palabras. Hablo a Dios como le hablaría a mi familia o a mis amigos. Y lo hago así porque, la verdad, no veo a Dios como una divinidad distante que envuelta en su gloria mira con desdén a los simples mortales esperando a ver qué oración le complace más, como si fuera una deidad pagana cuyos fieles la complacen con un concurso de poesía. Yo veo a Dios como un ser cercano, amigo, que nos consuela y nos quiere infinitamente porque somos sus criaturas, que desea que busquemos refugio en él para no sufrir. En este sentido, llama también la atención que el propio Jesús de Nazaret hablara (de Dios y con Dios) con un lenguaje sencillo y llano, el mismo que usa para dirigirse a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos. No hay más que ver, aparte del Padre Nuestro, las bienaventuranzas y las parábolas: Jesús hablaba de pastores, de semillas, de jornaleros, de mujeres que van a buscar agua, en definitiva, de las cosas cotidianas de la gente que le escuchaba.

Otra cosa que tampoco me convence mucho es cómo habla la gente cuando se pone a soltar ripios religiosos. Y no hablo sólo de los curas, sino de cristianos corrientes y molientes. Intentan ponerse tan solemnes que acaban sonando falsos, aunque realmente no lo sean.
Como ejemplo, un mensaje que leí en el
Facebook de otra persona donde alguien pedía oraciones por la salud de un familiar:

Me uno a tus oraciones, ten la firme certeza que tu familiar va ha sanar el señor es misericordioso y con su infinito amor les va ha cubrir.

Hermosas palabras y sin duda hermosas intenciones, pero no es el tono natural con el que hablamos de las cosas que nos importan. Al referirse al Señor, la gente que se expresa así habla como si se estuviera refiriendo a un señor feudal, a un rey o a un noble poderoso, de esos que como no les trates de "vos" o de "majestad" te fulminan de inmediato.
Ojo, no digo que Dios no merezca respeto, por
supuestísimo que merece todo el respeto del mundo; lo que quiero decir es que a Dios creo que le pega más el respeto afectuoso y familiar que le mostramos a nuestros padres o a nuestros abuelos, más que el servilismo afectado y adulador que se emplea para dirigirse a un monarca.

Por eso, me gustaría animar a todos los creyentes que me lean a que se atrevan a hablar con Dios con menos empaque, con más
familiaridad, como corresponde al ser que más íntimamente nos conoce y que más nos quiere. No se trata de olvidarse de las oraciones tradicionales, que son bellísimas, sino de saber dirigirnos a Dios como al mejor amigo que es, y de hablar de él a las demás personas con más familiaridad, sin miedo, para que la gente vea que tratamos a Dios como lo que es (nuestro padre y nuestro amigo) y no como una deidad irascible que nos puede lanzar un rayo si no nos dirigimos a él con el más solemne y servil de los respetos.
Como último detalle, quisiera compartir con vosotros un relato que
Paulo Coelho recoge en su libro Maktub, que creo que ilustra bastante bien el espíritu de cercanía, afecto y humildad con el que yo intento envolver mi relación personal con Dios.

María, con el Niño Jesús en sus brazos, decidió bajar a la Tierra y visitar un monasterio. Orgullosos, todos los sacerdotes formaron una larga fila, y uno a uno se acercaban a la Virgen para rendirle homenaje. Uno recito bellos poemas, otro mostró las iluminaciones que había realizado para la Biblia, un tercero recitó los nombres de todos los Santos. Y así, sucesivamente, monje tras monje, fueron venerando a María y al Niño Jesús.

En el último lugar de la fina había un monje, el más humilde del convento, que nunca había aprendido los sabios textos de la época. Sus padres eran personas humildes, que trabajaban en un viejo circo de los alrededores, y todo lo que le habían enseñado era lanzar bolas al aire haciendo algunos malabarismos.

Cuando llego su turno, los otros monjes quisieron poner fin a los homenajes, pues el antiguo malabarista no tenia nada importante que decir o hacer y podía desacreditar la imagen del convento. Pero en el fondo de su corazón el también sentía una inmensa necesidad de dar algo de sí a Jesús y María.

Avergonzado, sintiendo sobre sí la mirada reprobatoria de sus hermanos, saco algunas naranjas de su bolsa y comenzó a tirarlas al aire haciendo malabarismos, que era lo único que sabia hacer.

Fue en ese instante cuando el Niño Jesús sonrió y comenzó a aplaudir en el regazo de María. Y fue hacia él a quien María extendió los brazos para dejarle que sostuviera un poco al niño.