Páginas

lunes, 20 de febrero de 2017

Reseña de "La Dama número trece", de José Carlos Somoza



 Salomón Rulfo, profesor de literatura en paro y gran amante de la poesía, sufre noche tras noche una inquietante y aterradora pesadilla. En sus sueños aparece una casa desconocida, personas extrañas y un triple asesinato sangriento, en el que, además, una mujer le pide ayuda desesperadamente. Por este motivo, Salomón acude a la consulta del doctor Ballesteros, un médico que le ayuda a desentrañar el misterio de los sueños y le acompaña en lo que se convertirá en un caso mucho más terrible y escalofriante que cualquier fantasía: el escenario del crimen es real y la mujer que pide socorro a gritos fue realmente asesinada.
En compañía de una joven de pasado enigmático, el doctor y un ex profesor de la universidad con el que mantiene una relación compleja, Salomón se adentrará en un mundo donde las palabras y la poesía son un arma de gran poder. En ese mundo, habitan las doce damas que controlan nuestro destino desde las sombras... o ¿son trece brujas?


A veces, en la vida, ocurre que te das cuenta de repente de haber cometido un error intolerable. De esos momentos en los que estás subiendo al avión para irte de vacaciones a Bora-Bora y gritas: "¡Mierda, me dejé la luz de la cocina encendida!", o te incorporas en la cama nada más acostarte con el corazón latiendo de terror y gritas: "¡Mierda, el examen es mañana, no la semana que viene!". Momentos en los que no te explicas qué narices estaba pasando por tu retorcida y diminuta cabeza para haber olvidado algo TAN básico como lo que acabas de recordar.
Bien, acabo de darme cuenta de que he sufrido un olvido de ese calibre. Descomunal. Salvaje. Impropio incluso de un despiste con patas como yo.
No había reseñado en el blog La Dama Número Trece.
Los que me conozcan, ya se pueden reír. Mi libro de terror favorito, el libro que de hecho considero la mejor historia de fantasía oscura o terror sobrenatural que he leído JAMÁS, la novela que recomiendo a TODO el mundo desde que la leí cuando salió, allá por el año 2003, el libro que lamentablemente poseo en la edición de bolsillo de 2006 porque cometí el inmenso error de prestarle a un tío con el que me enrollé en 2004 mi primera edición en tapa dura y nunca me la devolvió (si estás leyendo esto, pedazo de cabrón, QUIERO QUE ME DEVUELVAS MI LIBRO)... ese libro... pues nunca lo había reseñado en mi blog. NUNCA. Yo estaba convencida de que sí, pero no. ¡Increíble! ¡Impensable! ¡Intolerable! ¡PENITENCIAGITE!

En fin, que a eso voy, a escribir mi reseña de La Dama Número Trece. Los que leéis mis reseñas sabréis que suelo dividir la zona spoiler en tres secciones: "Lo que me ha gustado", "Lo que no me acaba de convencer", y "Lo que no me ha gustado". En este caso, no lo voy a hacer así. No sólo porque este es el rarísimo caso de una novela en la que me ha gustado ABSOLUTAMENTE TODO, sino porque me niego a escribir un sólo spoiler, oculto o no. La Dama Número Trece es una novela tan genial, tan redonda, tan magnífica e inhumanamente perfecta, que me niego a daros la posibilidad de seguir leyendo por curiosidad y destrozaros la lectura de esta joya. Bien, damos paso a la reseña. Abrochaos los cinturones, que vienen curvas...

La Dama Número Trece es una novela que podría catalogarse como fantasía oscura o thriller sobrenatural. Para mí, es la novela más terrorífica que he leído en mi vida. Pero no terrorífica de "uy, qué mal rollo esta escena, *sorbito de té con canela*", no. Terrorífica de no poder leerla de noche si no era con todas las luces de la habitación encendidas y aún así después de dejarla en la mesilla ponerme a leer otra cosa o encender la tele aunque fueran las tantas de la mañana porque no había ovarios de apagar la luz y ponerme a dormir. Esto sólo me ha pasado con otra novela más, y fue El Resplandor de Stephen King. Con la diferencia de que El Resplandor no me ha dado pesadillas y La Dama sí. Varias veces. La última de ellas, hace un par de semanas. Y ni siquiera la había releído recientemente.
Soy consciente de que lo mismo esto que acabo de decir es contraproducente porque podría espantar lectores potenciales en lugar de atraerlos. Pero no salgáis corriendo todavía, porque tengo que deciros que el terror que impregna esta novela no es en absoluto convencional. No hay demasiadas escenas gore, y las que hay están redactadas con exquisita elegancia, sin rastro alguno de casquería o morbosidad. En esta novela, incluso los horrores más abyectos son elegantes, sofisticados, musicales... son pura poesía.
Si hay algo que me sorprendió de La Dama cuando abrí sus páginas, fue la exquisitez con la que estaba escrita. Fue la primera novela que me provocó la clásica desesperación del escritor novel; esa que te embarga cuando lees a un maestro y piensas: "Mierda, no podría escribir así de bien ni aunque viviera mil años". José Carlos Somoza demuestra que es un virtuoso de la literatura, como si él fuera Samvel Yervinyan y las letras fueran un Stradivarius. Ojo, esto no significa que sea pesado, recargado o pomposo. Todo lo contrario. Su prosa es ágil, elaborada, elegante, musical, intensa, emocionante, auténtica, profunda, fluye como un río de aguas cristalinas. Las descripciones son evocadoras, el ritmo es perfecto, los diálogos naturales, el estilo impecable, es el equivalente literario a meterte en la boca tu tableta de chocolate favorita y dejar que se deshaga lentamente en tu boca. Es un placer para los sentidos.

Pero el estilo no es lo más importante. Quienes me conocen, saben que puedo disfrutar de un libro siempre que esté mínimamente bien escrito, aunque no sea una obra de arte como en este caso. Sin embargo, hay dos cosas que me parecen imprescindibles, sin las cuales soy incapaz de engancharme a a una historia o de disfrutarla a fondo: los personajes y la coherencia argumental. Por fortuna, La Dama aprueba ambas asignaturas con matrícula de honor. Todos, todos, absolutamente todos los personajes, desde los más protagónicos a los más secundarios, tienen su personalidad, sus motivos y su historia. Todos tienen algo que temer, alguien a quien amar, objetivos que cumplir, enemigos a los que derrotar. Aunque a veces el enemigo sea uno mismo. Todos ellos son descarnadamente humanos (o inhumanos, según el caso); en esta historia no existen ni los héroes perfectos ni los villanos vacíos. Puedes amar u odiar a los personajes, pero es imposible que ninguno te deje indiferente. Todos importan, todos están ahí por algún motivo, todos tienen su papel y lo ejecutan a la perfección. Acabas sufriendo con ellos (o a causa de ellos) de un modo que pocas novelas consiguen. Y lo mejor es que estos actores sobresalientes se mueven en un escenario ambientado a la perfección, ya que Somoza acierta con el equilibrio perfecto entre descripciones y acción, y encima lo hacen creando una historia que, simplemente, es perfecta. A ver, podrá gustar más o menos, de hecho lo normal es que cada pocas páginas te provoque escalofríos (de hecho, das gracias a Dios de no vivir en el universo de los protagonistas), pero la trama es perfecta en sí misma. Es emocionante, los acontecimientos suceden al ritmo adecuado, las revelaciones van apareciendo en su justa dosis, y muchas de ellas no las ves venir ni de lejos. Pero al final resulta que TODO ENCAJA. Todo. Desde la primera escena a la última, todo acaba teniendo sentido, encajando como un puzzle perfecto y funcionando con la precisión de un reloj suizo. No hay ni una sola incoherencia argumental, ni el más pequeño agujero de guión, tampoco quedan cabos sueltos ni tramas descolgadas. La historia parte de un comienzo adictivo, tiene un desarrollo impecable y se cierra de una manera redonda, frente a la que sólo cabe estallar en aplausos atronadores mientras cae el telón.

Lo único que temo con esta reseña es poner el listón TAN alto que luego alguien se decepcione. Pero de verdad creo que esta novela no os va a decepcionar, al menos si sois aficionados a la fantasía, al thriller y al terror. Salomón, Raquel, César, Susana y el doctor Ballesteros os están esperando entre sus páginas y merece la pena conocerlos. Ah, y también ELLAS. Sobre todo, ELLAS.
Aunque os pueda amedrentar que el libro sea aterrador (porque os aseguro que es aterrador), vale la pena respirar hondo y atreverse a entrar entre sus páginas. Os daréis el lujo de leer una de las mejores novelas en lengua española en lo que va de siglo, de la mano de mi autor vivo favorito.
Y, como me gustaría enseñaros una muestra de lo que vais a encontrar, os transcribo un fragmento que os dará idea de cómo es el estilo de Somoza. Se trata del fragmento que escogí para la lectura de cuentos de una convención literaria a la que asistí en 2012 (la Mereth de Annatar de la STE, para más señas). En ella, uno de los personajes encuentra una vieja fotografía de su abuelo y empieza a recordar cierto episodio de su infancia:

"Le sorprendió ver la puerta cerrada.
Aunque el viejo no tuviera clientes (podía pasarse días enteros sin tenerlos) nunca cerraba por las mañanas, ni siquiera los festivos. El niño temió que estuviera enfermo. Llamó con los nudillos y aguardó. Luego golpeó el cristal de la ventana.
– ¿Abuelo?
Dentro se escucharon ruidos, lo cual le tranquilizó un poco. Quizá el viejo se había quedado dormido. Últimamente bebía mucho y se mostraba renuente a abandonar las sábanas. Por otra parte, no hacía un día propicio para asomarse al exterior. El cielo era gris y el calor, sofocante. El viento arrastraba llamaradas saharianas apenas templadas por la presencia del mar, y los montes, erizados de ladas, temblaban a lo lejos. Un par de heliotropos que el viejo había capturado en un macetero parecían tan sañudos como el día. Probablemente habría tormenta, pensó el niño, uno de esos violentos aguaceros veraniegos que destripan las nubes. Le alegraba tal posibilidad: si llovía, sería maravilloso bajar a la playa por la tarde. El mar torturado por la lluvia siempre se mostraba oscuramente hermoso, con las gaviotas chillando enloquecidas en el espigón. Además, sus amigos aprovecharían la salvaje soledad para disparar a las negretas toscos ojaranzos afilados. Quizá hasta el viejo querría acompañarle.
– ¿Gurí? ¿Eres tú?
La puerta se abrió al tiempo que la sonrisa del niño se esfumaba por completo. Pálido y sudoroso como una vela que se derritiera sin llama, el viejo lo miraba con ojos desmesurados. La llamarada de sus palabras le hizo saber que se encontraba borracho.
– Entra, Gurí, vamos.
– ¿Qué te pasa, abuelo?
– ¡Entra…!
El viejo cerró la puerta y lo precedió hacia el interior. Cruzaron un mundo con olor a astillas habitado por herramientas terribles y madera dulce y silenciosa. Un mundo de muebles sin rostro, como niños que no han acabado de nacer. Al otro lado del taller, la habitación del viejo, su «ermita de cartujo» como él la llamaba, se hallaba invadida por igual de botellas de vino y latas de barniz y creosota. Una garrafa esparcía un denso olor a alcohol, y las huellas en el cristal de un vaso junto a ella delataban que su propietario, probablemente, llevaba bebiendo desde antes del alba.
El viejo iba de un lado a otro, vagaroso, espiando por las ventanas y asegurando las puertas. Luego se agachó y cogió al niño de los brazos.
– Gurí, hazme un favor, un gran favor… Quiero que averigües hoy mismo, ahora mismo, dónde se hospeda la mujer que llegó anoche al pueblo… Atiende, no me interrumpas… Quiero saber su nombre y de dónde viene… Es muy joven y muy bella, así que todo el mundo la habrá visto. Gurí, no me falles… Bonito mío, no me falles…
– ¿Una mujer, abuelo?
– Sí, joven, alta y hermosa. Llegó anoche. Quiero que me digas de dónde viene… Y… ¡Espera, no te vayas aún…! Lo más importante de todo. Mejor dicho, las dos cosas más importantes: averigua si lleva un broche colgado del cuello, ya sabes, un adorno dorado… Si es así, asegúrate que te digan qué forma tiene. Pero, por lo que más quieras, si en algún momento te tropezaras con ella, óyeme bien, si en algún momento la vieras… Hazme caso, gurí, niño mío… No le hables ni te acerques aunque te llame… ¡Aunque te llame! ¿Me has entendido?…
– Abuelo, no me aprietes tanto los brazos…
– ¿Me has entendido?
– Sí, abuelo.
– Ahora, vete, y vuelve cuanto antes.
No tuvo inconveniente alguno en obedecer la primera mitad de aquella orden. Estaba deseando marcharse. La conducta de su abuelo le atemorizaba. No sabía qué le ocurría, pero solo mirar sus ojos le hacía sentir escalofríos.
Regresó dos horas después. Esta vez el taller estaba abierto. La voz del viejo, desde el fondo, le invitó a pasar. Lo encontró sentado en su mecedora de enea.
– Nadie, abuelo.
– ¿Qué?
– Que no ha venido nadie al pueblo, ni ayer ni en toda la semana.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo. He preguntado en la pensión, en el hostal… Y fui al bar de la Trocha. Allí lo saben todo. Y no ha venido nadie. Nadie.
No quiso añadir lo que la mayoría le había dicho a continuación, y que él mismo también creía: que el viejo tenía que dejar de beber tanto. Hubiera sido incapaz de decírselo. Amaba con locura a aquel hombre de cerrada barbita cana, calvicie lenta y ennoblecida por la simetría y ojos que parecían, en sus mejores momentos, ventanas abiertas de par en par al mundo que él estaba deseando conocer. Pensó que su abuelo se alegraría con aquella noticia, pero comprobó que no era así: de hecho, parecía más desesperado que antes. Pero, de improviso, su semblante cambió. Sonrió, le guiñó un ojo.
– Me da muchísima vergüenza pedirte otro favor. Si no te apetece, me lo dices y en paz, ¿vale…?
– Vale, abuelo.
– Eres un chavalito maravilloso. Lo que me gustaría es… que pidieras permiso a tus padres para venir esta noche a mi casa. Jugaremos a las cartas, o a lo que quieras… Luego, si no tienes que marcharte pronto, te dejaré la cama y yo dormiré en el sofá… No te molestaré, te lo juro…
– Pero, abuelo…
– Sé que es un plan muy aburrido para ti, pero…
– ¿Aburrido, dices…? ¡Es estupendo…! ¡Voy a decírselo a mamá!
No tuvo problema alguno, y lo sabía. Su familia, como todo el mundo en Roquedal, había terminado por comprender que el viejo era inofensivo. Es verdad que su madre no quería saber nada de aquel remoto carpintero de quien solo había recibido una sonrisa, un beso y una buena cantidad de dinero, pero no se oponía a que el niño lo visitara con frecuencia.
Sin embargo, al llegar la hora, un acontecimiento estuvo a punto de arruinar el plan. El grumo de calor que el cielo retenía descerrajó una descarga sobre el mar y arrastró arena y polvo por las callejuelas. El niño tuvo la prudencia de salir antes de lo previsto para que sus padres no se lo impidieran más tarde. Aun así, llovía intensamente cuando llegó al taller. Algo parecido al resplandor de una luciérnaga encerrada en un fanal flotaba en la ventana. El viejo le dejó paso.
– Estás empapado, gurí. Entra y sécate.
Lo primero que le llamó la atención fue que su voz había cambiado. Ya no temblaba, ya no manifestaba miedo ni emoción alguna. Su aliento seguía oliendo a alcohol, pero no más que por la mañana. Y sus gestos eran precisos, rígidos, seguros. Dedujo de todo ello que se encontraba completamente sobrio. Después, mucho más tarde, llegaría a darse cuenta de su error. Pero en aquellos días el niño ignoraba la existencia de estados de embriaguez más allá del temblor, el tartamudeo y la burla; borracheras absolutas que eran como la locura, y podían ocultarse tras la mirada.
El viejo cruzó el taller sin tambalearse ni una sola vez, llegó a su «ermita», iluminada por un par de velas colocadas en botellas vacías, y se sentó rígidamente en su mecedora de enea. Sus ojos miraban al vacío.
– Quítate esa camisa y ponla a secar. Tengo algo de queso, por si quieres matar el gusanillo.
– Acabo de cenar, abuelo.
Durante un rato se miraron en completo silencio con el ruido de fondo de la lluvia, y el niño percibió la extrema palidez del rostro del viejo. Era como si, en el intervalo en que habían dejado de verse, toda la sangre que pintaba su cabeza hubiese escapado por algún orificio. Por fin, le oyó hablar de nuevo.
– Te agradezco tanto que hayas venido… Quería hablar contigo, contarte algo… A decir verdad… -Se inclinó hacia él y sonrió-. A decir verdad, quiero contártelo todo. -Hizo una pausa, pero la sonrisa no cedió: parecía incrustada en su rostro como esos adornos que colocaba en los muebles del taller-. Muchas veces me has preguntado si he vuelto a escribir poesía, ¿no es cierto…? Pues te confesaré un secreto… -Tendió la mano hacia la estantería que había a su espalda y sacó un cuaderno de tapas arrugadas-. Esto no se lo he enseñado a nadie nunca. En estas páginas está todo lo que he escrito últimamente… Todo.
El niño estaba a punto de sonreír extasiado cuando se dio cuenta de algo.
Fue una revelación tan violenta, tan adulta, que casi la sintió como una bofetada contra su rostro.
Su abuelo estaba enfermo. Muy enfermo. Y no era que hubiese enfermado de repente, en aquel momento: tan solo había permitido que la densa enfermedad que albergaba se abriese paso, por fin, a través de sus cansados rasgos, sus ojos como torbellinos incomprensibles de luz, sus labios plateados de saliva.
Se quedó paralizado en el asiento. Le pareció que aquel rostro arrugado que estaba contemplando era el de un desconocido, un anciano que hubiese perdido por completo la chaveta, una vieja cabra. Su abuelo era una vieja cabra, eso era.
– ¿Quieres leer un poema de tu abuelo, gurí, el poema que he estado escribiendo desde hace años…? ¡Oh, venga, no me digas que no, chavalín, siempre has deseado leer un poema de tu famoso abuelo Alejandro…! ¿Quieres leerlo…? -Y de improviso, en medio de dos truenos, aquel grito-: ¡Contesta, puñetero! -El niño dijo «sí» sin que sus propios oídos lo oyesen-. Pues aquí está.
El cuaderno no temblaba, pero empezó a hacerlo cuando el niño lo cogió.
– Léelo. Lee mi poema, chaval.
Con trémula cautela, el niño lo abrió por la primera página. No había palabras sino un dibujo torpe ejecutado con lápices de colores: una flor amarilla. En la segunda, un pájaro azul. En la tercera, una mujer atada a las patas de una cama con las piernas abiertas y


las damas


en las siguientes, cabezas humanas con carúnculas rojas emergiendo del cráneo; un rostro de ojos blancos; una niña rubia con las manos amputadas introduciéndose uno de los muñones por


las damas son trece


una muchacha de dientes afilados; un palo de escoba hundido hasta el haz en unos genitales


las damas son trece:
la número uno Invita


borrones, manchas, bocas abiertas; un rostro cubierto de gusanos; un hombre ahorcado; una mujer con el vientre abierto; una culebra deslizándose por el ojo de un bebé


las damas son trece:
la número uno Invita
la número dos Vigila


– ¿Te gusta mi poema, chaval?
El niño no dijo nada.
– ¿Te gusta mi poema? -insistió el viejo.
– Sí.
– Sigue leyendo. Lo mejor es el final.
Pasó las páginas con rápido aleteo, como el sonido de su propio corazón. Un mundo de locuras coloreadas le abanicó el rostro. La última hoja no pertenecía al cuaderno y estaba suelta. Era la única que se hallaba escrita. Reconoció la caligrafía de su abuelo. Era un poema muy raro. Parecía más bien una lista de nombres.

Las damas son trece:
La número uno Invita,
La número dos Vigila,
La número tres Castiga
La número cuatro Enloquece
La número cinco Apasiona
La número seis Maldice…
– La número siete Envenena -recitaba el viejo, al tiempo que el niño leía, sin un solo tartamudeo, sin un solo error-. La número ocho Conjura… La número nueve Invoca… La número diez Ejecuta… La número once Adivina… La número doce Conoce. -Se detuvo y sonrió-. Son las damas. Son trece, siempre son trece, pero solo se citan doce, ¿lo ves…? Solo debes mencionar doce… Nunca, ni en sueños, te atrevas a hablar de la última… ¡Ay de ti, si se te ocurriera mencionar a la número trece…!"
(La Dama Número Trece, José Carlos Somoza).


¿Cómo os quedáis? ¿Verdad que tenéis ganas de saber más? Pues para conocer el resto de la historia, tendréis que leer la novela. La única pega es que igual no es tarea fácil, porque las novelas suelen tener una vida corta y La Dama se publicó hace años, pero estoy segura de que la reeditarán muy pronto, porque Jaume Balagueró está rodando su adaptación al cine (después de AÑOS de retraso), y se estrenará a finales de 2017 con el título de Muse (La Musa). Próximamente haré una entrada al respecto; de momento, aquí os dejo el cartel promocional. Y recordad: nunca, jamás, mencionéis a la Dama Número Trece...