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viernes, 12 de diciembre de 2014

Pan, gracia de Dios


El título de esta entrada, que no es precisamente original (lo utiliza Isabel Allende en su afamado libro sobre afrodisíacos llamado Afrodita, que recomiendo sin reservas porque además de tener recetas estupendas es interesantísimo y tronchante), me ha venido a la cabeza después de repasar algunos artículos sobre el pan de uno de mis blogs gastronómicos favoritos, Webos Fritos. Su autora, Su, habla del pan con auténtica pasión, posteando recetas para hacerlo casero y haciendo catas en las tiendas (cada vez menos) en los que aún se fabrica artesanal y en horno de leña.
Y es que hoy en día se tiende a ver el pan como un producto muy básico, una especie de "fondo de despensa" que se compra en hornos y supermercados donde lo fabrican en serie y con masa congelada, un mero recipiente para colocar el relleno de los bocadillos o un simple instrumento para rebañar la salsa. Tengo que decir que para mí nunca ha sido así. Siendo pequeña, pasando mis vacaciones en un pueblo limítrofe entre las provincias de Teruel y Guadalajara llamado Alustante, no había comida que me gustara más que le pan casero horneado a leña que servían en la panadería. Parece que me estoy viendo a mí misma con nueve o diez años: me mandaban temprano a comprarlo; yo iba con la bolsa del pan y hacía cola con todas las señoras del pueblo -y algún que otro chaval al que habían mandado a comprar, igual que a mí). Todo el horno (que era muy pequeño y estrechito) olía a pan recién hecho, y la espera hasta que llegaba el turno de conseguir las barras crujientes, doraditas y aún calientes, se hacía interminable. Lo que creo que mis familiares nunca supieron es que yo, a veces, guardaba un poco del dinero que me daban para tebeos o chucherías y me lo gastaba en una barra de pan adicional que era sólo para mí. No la compartía con nadie; lo habitual era que media barra cayera ya de camino, antes de llegar a casa, y que el resto me lo fuera comiendo a lo largo del día. Nunca sobraba nada. A veces lo rellenaba con jamón serrano, queso o atún en aceite, pero en muchas ocasiones me lo comía solo, sin más, a bocados. "Pan con pan, comida de tontos", me solía decir mi madre cada vez que me veía comiendo pan sin relleno.
No puedo estar más en desacuerdo con esa afirmación. Tal vez sea cierto con los panes mediocres que venden hoy en día en casi todas partes (incluyendo, según me han dicho, el propio Alustante, a donde ya hace muchos años que no voy pero cuyas horneras, según me han contado, ya no venden pan de fabricación casera sino que lo traen en furgoneta muy temprano, venido de una fábrica donde lo preparan masivamente para repartirlo entre varios prueblos. Mierda). Sin embargo, una de las mejores y más satisfactorias comidas que recuerdo de mi infancia tiene como protagonista a ese pan.
Habíamos ido de excursión a un merendero en medio de un rinconcito de los Montes Universales llamado la Fuente del Endrino. Allí había barbacoas y mesas en medio de un claro, un enorme bosque de endrinos y abetos rodeando la extensión, de esos llenos de musgo y liquen donde el sol no llega a tocar el suelo y que parecen de cuento de hadas, y un arroyuelo que nacía de la famosa fuente, una cañería excavada en la roca viva que traía agua directamente del manantial de las montañas. Eran las dos de la tarde, hora de comer, cuando, ya con las brasas en su punto, los adultos cayeron en la cuenta de que se habían olvidado la carne y el pan en el pueblo. Tuvieron que volver a por ello, pero tardaron tanto por culpa del tráfico -media comarca parecía haber tenido una idea similar a la nuestra- que les costó más de hora y media regresar y entre una cosa y la otra acabamos sentándonos a comer casi a las cinco de la tarde. Cuando nos sentamos a las mesas de madera vieja del merendero, empezó a caer un chaparrón descomunal, una de esas tormentas de verano que descargan como trombas. Pero para ese momento todos estábamos tan muertos de hambre que no se levantó nadie. Mayores, abuelos y niños seguimos comiendo a dos carrillos, sin inmutarnos, mientras el cabello y la ropa se nos iba mojando a causa de la lluvia (que afortunadamante no duró mucho).
Pan de leña recién horneado, chuletas de cordero local recién matado a las brasa, moras recogidas por nosotros mismos y agua de manantial: ese fue el menú de aquella comida. Tal vez no parezca gran cosa. Pero sólo al recordar el sabor de esa comida tan especial, tan maravillosa y auténtica, consigue que se me encoja el corazón de anhelo y añoraza. Sobre todo porque, como diría Bárbol (lo de Galadriel sólo es en las pelis) el mundo ha cambiado, y aunque regresara allí, ya no tendría la posibilidad de volver a probarla.

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