viernes, 20 de marzo de 2009

La Cremá de las fallas: ¿por qué tanto trabajo inútil?

Bueno, ya se han terminado las Fallas 2009. De las cuales sólo he visto en directo una mascletá a principios de mes), la Cabalgata del Fuego (desde el balcón de casa de mi tía) y el castillo de fuegos artificiales de la Nit de Foc (desde el terrado de mi casa). El resto (las otras mascletás, la Cremá...) las tuve que ver por la televisión. Y la Ofrenda de flores a la Vírgen de los Desamparados ni la vi porque sólo al oír a lo lejos las bandas de música que acompañaban a las falleras desfilando me hizo llorar durante un buen rato, y no iba a ser tan masoqusita como para, encima, ponerme a verlo en la tele. ¡Es el primer año que no me visto para salir en la Ofrenda!
Si he de sacar algo positivo de todo esto, supongo que a partir de ahora siempre aprovecharé el tiempo al máximo en Fallas y no dejaré que la pereza ni la dejadez del "es todos los años lo mismo" me impida perderme ningún acto, porque ahora sé cuánto he envidiado a todos los que podían ir y sin embargo no querían.

Y, hablando de Fallas, me gustaría compartir con vosotros una reflexión personal.
Hay mucha gente de fuera de Valencia que no entiende cómo los valencianos podemos gastar miles y miles de euros (en algunos casos, como en el monumento de este año de la falla Nou Campanar, ha llegado a los 900.000) en algo que sólo va a permanecer unos pocos días y luego va a ser pasto de las llamas. En referencia a esto, he recordado un artículo que leí hace tiempo en El semanal, escrito por Paulo Coelho, que a mi juicio explica bastante bien la razón de ser de las fallas:

Las fiestas de Valencia, en España, tienen un curioso ritual cuyo origen radica en la antigua comunidad de los carpinteros.

Durante un año entero, artesanos y artistas construyen esculturas gigantescas en madera. En la semana de la fiesta, llevan estas esculturas hasta el centro de la plaza principal. La gente pasa, comenta, se deslumbra y se conmueve ante tanta creatividad. Entonces, el día de San José, todas estas obras de arte -salvo una- son quemadas en una gigantesca hoguera, ante la presencia de miles de curiosos.

-¿Por qué tanto trabajo inútil? – preguntó una inglesa, a mi lado, mientras las inmensas llamaradas subían hacia el cielo.

- Usted también terminará un día – respondió una española. – Ya pensó si, en ese momento, algún ángel le preguntase a Dios: “¿por qué tanto trabajo inútil?”


No es que el señor Coelho esté muy versado en cuestiones falleras (los monumentos no son completamente de madera, y no se llevan a la plaza del Ayuntamiento (¡no cabrían!), sino que están repartidos por toda la ciudad. Tampoco hay uno que se salve de la quema; lo que se salva de la quema es uno de los muchos muñecos (llamados ninots) que componen uno de los monumentos. Es salvado de la quema por votación popular, se le llama ninot indultat (muñeco indultado), y va a un mueseo junto con los de los años anteriores). Pero, consideraciones técnicas aparte, este es el quid de la cuestión. Por encima de explicaciones más prácticas que solemos dar los valencianos, como ¿y si no las quemamos, dónde las metemos?, esa es la verdadera escencia de las fallas. Que, al contrario del resto de obras de arte que existen en la cultura humana, no están hechas para durar, sino para morir.
En ese sentido, son las obras artísticas más cercanas a la esencia del ser humano, porque son iguales que nosotros: nacen para morir, y la destrucción es parte inherente a su existencia. En ello radica, creo yo, su grandeza y su belleza: en que son únicas y sólo existen por un breve tiempo, asombrando al mundo con sus formas, colores y detalles, para luego ser pasto de las llamas.
Pero eso no significa su muerte absoluta, porque el espíritu que hace que cada año renazcan, aquello que respresentan, su alma, por así decirlo, sigue viva para siempre, aunque el cuerpo desaparezca. La volvemos a ver en cada falla nueva que es plantada el año siguiente, en el espíritu de la fiesta, en la ilusión de los falleros. Por eso creo que si hay una obra de arte humana de verdad, esas son las fallas. Y por eso, creo yo, todos los valencianos que las vivimos y amamos sentimos al verlas quemarse esa mezcla de tristeza y alegría que hace que de nuestros ojos broten lágrimas de emoción.

3 comentarios:

Izhak dijo...

¡Pero claro!

Si las fallas consistieran sólo en coleccionar maquetas gigantes, serían piezas de museo que a nadie le interesarían. El hecho de quemarlas les confiere algo único: les da identidad. Y que duren el tiempo que duren, eso no importa. Conque alguien se haya regocijado en ellas, el objetivo está cumplido.

c dijo...

El otro dia mi hermana habló de lo mismo: ¿Para qué las hacen, si las van a destruir?
Yo contesté: Para destruirlas.
He ahí la magia, como tú has dicho. El crear algo que sabes desde que lo comienzas que acabará consumiendose.

Un saludo!

Cris~

Estelwen Ancálimë dijo...

Además, si lo pensamos bien, hay otro motivo de peso: así nunca nos cansamos de ellas, porque siempre son nuevas. ¿Os imagináis si aún se exhibieran en las calles cada año las primeras fallas con ninots (antes eran sólo montañas de madera y enseres de la casa viejos) que se plantaron en el siglo XVIII? ¡Ya estaríamos todos hastiados de ellas! jejejeje.

Saludos:

Luthien.