Giacomo no era nadie. Apenas una sombra, un fantasma furtivo que trataba de sobrevivir en las húmedas calles de Venecia. Quienes lo veían, si es que lo hacían, contemplaban a un
muchachito de once años delgado y famélico, de pelo negro, ojos acuosos, piel pálida y expresión triste. Pero la mayoría de la gente se limitaba a pasar ante él mirándole sin verle, como si no existiera, o fuera tan sólo un elemento más del paisaje, como los canales, las góndolas o los puentes de madera y piedra. No tenía padres, ni familia conocida. Había escapado a los ocho años de la casa del curtidor que lo había acogido para tomarlo como aprendiz. Pero aquel sitio nunca fue un hogar; su amo era un hombre brusco que le hacía trabajar desde los cinco años, no le mostraba cariño y le golpeaba si se equivocaba al realizar alguna de sus tareas. La casa del curtidor era oscura,
olía mal y sólo había la comida justa, por lo general un mazacote de polenta que siempre estaba fría.
Desde que escapó, malvivía como podía en las calles. No le gustaba pedir limosna porque tenía miedo de que alguien se fijara en él y lo llevara de vuelta a casa del curtidor, o lo encerraran en un monasterio. A
Giacomo le gustaba demasiado callejear, jugar con los gatos y nadar en la Laguna como para soportar vivir encerrado entre las paredes de un monasterio. Tampoco quería robar, de modo que se contentaba con escarbar entre la basura que los criados de
palazzos y tabernas echaban a la calle, con la esperanza de encontrar algo comestible.
Lo peor era el invierno. Cuando llegaba el frío, las calles se pintaban de blanco y el Gran Canal se congelaba.
Giacomo se acurrucaba en los portales de las iglesias junto a otras decenas de mendigos, que dormían juntos para darse calor los unos a los otros. A pesar de ello, algunos amanecían muertos; de frío después de una helada particularmente virulenta, o de enfermedad tras estar varios días acurrucados en un manto raído tosiendo sin parar. A
Giacomo le daba mucho miedo ponerse enfermo o que se le congelasen los dedos por la noche. Algunas veces se había despertado con las manos y los pies azules, pero por fortuna cada vez que aquello le había sucedido había seguido siendo capaz moverlos, aunque no los sintiera. Y los ancianos decían que el invierno de 1490 iba a ser especialmente crudo. Ya había comenzado a nevar en Octubre, y para Noviembre las
temperaturas eran tan frías como en Enero.
La vida de
Giacomo era una vida sin esperanza, como la de tantos otros seres olvidados. Aún así, muchos la mantenían. Se hablaba en susurros entre los desharrapados y los miserables de un ser legendario, un ángel blanco y espectral que caminaba silencioso por Venecia cuando caía la noche. Se decía que sólo delataba su presencia el débil sonido de sus pies caminando y el callado susurro de su blanco manto. Que sólo podías verlo si él quería.
Del ángel se contaban muchas cosas. Algunos decían que era el ángel de la muerte y que aparecía para acompañar a los enfermos y a los cansados al otro mundo, pero pocos creían en esta versión de la historia. La mayor parte de los mendigos decían que era un ser bondadoso, que calmaba el hambre, la sed, el dolor y la angustia de vivir a todos a los que se aparecía. Que era tan hermoso que una vez lo veías jamás podías sacarte su imagen de las retinas. Que su sonrisa no era de este mundo, y que su mirada te hacía pensar que conocía todos tus secretos.
Giacomo soñaba con ver al ángel desde que había oído hablar de él por primera vez, pero nunca lo había visto. Y ya llevaba tres años en la calle.
Una noche de mediados de Noviembre,
Giacomo se acurrucaba en un rincón de Santa
Croce, temblando de frío. No había espacio para él entre los mendigos de la
Chiesa dei Frari, y estaba tan cansado que no podía dar un paso más. Se sentía enfermo. No había parado de toser en dos semanas, y notaba el sabor de la sangre en la garganta cada vez que tosía. Tenía miedo de que ese invierno fuera el que acabase con él.
Hacía mucho frío. No nevaba, pero a medida que las horas se adentraban en la noche la temperatura iba bajando cada vez más.
Giacomo podía escuchar el crujido de los cristales de hielo formándose sobre la superficie de los canales. Hacía rato que había dejado de sentir sus
extremidades. Se dijo que tal vez moriría de frío aquella noche, y, al contrario que otras veces, la idea no le dio miedo. De
pronto pensó que sería agradable conocer a sus padres, que sin duda debían haber muerto tiempo atrás. Y los curas decían que en el Cielo no se podía sufrir. Sin duda sería un lugar calentito, donde ya no pasaría hambre ni se volvería a poner enfermo. Y tal vez pudiera contemplar el rostro de su madre, la madre que nunca había llegado a conocer...
Al pensar en su madre, los ojos se le llenaron de lágrimas. Fue algo repentino, inesperado, pero agradable. Las gotas que resbalaban por su cara se sentían
maravillosamente cálidas en su piel helada, y
Giacomo pensó que sería bueno morir llevándose el recuerdo de esa calidez al otro mundo.
Entonces, escuchó una voz.
-¿Por qué lloras, pequeño?-.
Giacomo no contestó. Prefería dejarse llevar por el sueño, abandonarse a la parálisis que comenzaba a invadir sus músculos. Sintió el tacto lejano de una mano sobre su frente, una mano tan fría como la escarcha que lo rodeaba.
Y, entonces, el sueño, la rigidez y la fiebre se desvanecieron como la niebla bajo el primer rayo de sol. Una dulce sensación de calidez le removió los huesos y el alma. Por un instante, la loca idea de que su madre había venido a buscarle floreció en la mente de
Giacomo. Abrió los ojos.
Frente a él, se encontraba el ángel. El ángel de las leyendas. En cuanto lo vio, estuvo seguro de que así era. Porque frente a él había una dama vestida de blanco de pies a cabeza, encapuchada y envuelta en una capa que haría parecer gris la nieve recién caída. La dama era pálida, y tan hermosa que resultaba sobrehumana. Sin retirar la mano de su frente, volvió a preguntar:
-Niño,
dime, ¿por qué lloras?-.
Giacomo sintió un acceso de pánico. ¿Qué debía contestar? ¿Cómo? ¿Cuál era la manera correcta de dirigirse a ella? Confuso y avergonzado, sintió cómo las lágrimas volvían a correrle por la cara. Pero entonces el ángel le sonrió, y todos sus temores y angustias se desvanecieron en el acto. Una grata sensación de
tranquilidad y confianza se adueñó de él. Podía fiarse del ángel, estaba seguro. Podía decirle cualquier cosa. Lo entendería.
-Tengo mucho frío y estoy solo- susurró
Giacomo- creo que voy a morirme-.
El ángel asintió, comprensivo, y le rozó el cabello con sus dedos de alabastro en una dulce caricia.
-¿No tienes casa? ¿No tienes padres?-.
-No, señora- musitó el niño, temblando.
El ángel le miró con sus ojos insondables. A
Giacomo le pareció que reflejaban sabiduría, bondad, y también tristeza. Parecían dos faros de luz en medio de una noche oscura. Comprendió que, aunque el rostro del ángel era joven, sus ojos eran ya viejos. Ojos que han visto correr centurias y las penalidades que los años acarrean.
-
Ponte en pie,
Giacomo- dijo el ángel- y camina hacia el Gran Canal. Camina y no te pares por nada. Cuando llegues a la orilla, busca a tu alrededor un
palazzo que tenga las luces encendidas. Llama a la puerta. Te estarán esperando-.
-¿Cómo van a estar esperándome tan tarde, señora?- se atrevió a preguntar
Giacomo- pasan muchas horas de la medianoche-.
El ángel se puso en pie. Su manto blanco se abrió en torno a él envolviendo su figura como si dos alas blancas se tratase.
-Para Dios no hay nada imposible- dijo con aquella voz dulce, que parecía sacada de los tiernos recuerdos de una infancia para él inexistente.
Y desapareció.
Giacomo se quedó inmóvil durante unos minutos que parecieron horas, contemplando atónito la calle vacía que se abría ante él. Luego, se puso en pie, y con paso
tambaleante, puesto que sus piernas entumecidas no le respondían bien, echó a andar. Caminó todo lo rápido que pudo, sin pararse a pensar, porque temía que si lo hacía acabaría
convenciéndose a sí mismo de que había tenido un sueño, y entonces tal vez no tuviera valor para buscar el
palazzo iluminado y llamar a su puerta si lo encontraba.
Cuando llegó al Gran Canal, una oleada de viento helado abofeteó el rostro del niño. Tomó una bocanada de aire, y sintió cómo los pulmones se le congelaban. Un violento acceso de tos volvió a
emergerle de las entrañas, aunque esta vez no trajo sangre consigo. Busco a izquierda y derecha, hasta que lo vio. Un
palazzo iluminado, resplandeciente como una joya en medio de la negra oscuridad de la noche. Como el náufrago que contempla atónito velas en el horizonte tras años de abandono en una isla desierta,
Giacomo echó a correr hacia él. Tropezó en el suelo helado,
resbaló, y cayó. Se mordió el labio al notar un dolor punzante recorriéndole el brazo derecho, se levantó y siguió trotando hacia allí, más despacito.
Le pareció que tardaba una eternidad en llegar, como si el viento soplara en su contra, aunque era tanto el miedo como el frío lo que le hacía tiritar. Llegó ante la puerta. Y, antes de darse a sí mismo tiempo para dudar, llamó.
Alguien abrió al cabo de un minuto, pero
Giacomo nunca pudo verle la cara. Esbozó una débil sonrisa que murió antes de nacer, y cayó desmayado al suelo.
Cuando despertó, ya no tenía frío. Estaba tumbado en un camastro, cubierto por una manta de lana de oveja. Levantó la vista para encontrarse con una habitación de paredes desnudas, con un arcón y una mesa con cajones junto a la cama donde titilaba un candelabro con tres velas. Una mujer de cabellos negros, joven y guapa, le observaba.
-¿Te sientes mejor, niño?- preguntó con amabilidad- ¿cómo te llamas?-.
-
Giacomo-.
La mujer le dijo a
Giacomo que no tuviera miedo. Que lo cuidarían hasta que se pusiera bien, siempre y cuando aceptase quedarse en el
palazzo como pinche de cocina. Había llegado como caído del cielo, porque la muchacha que tenían de ayudante se había quedado embarazada y había dejado el servicio para casarse con su seductor, el hijo de un próspero panadero de Santa
Croce. Tendría derecho a una habitación, que compartiría con el muchacho de las
caballerizas, a un sueldo por día, a techo y comida y a un día libre a la semana. ¿Le convenía el trato? Si era así, podía empezar en cuanto se recuperase. Y podía llamarla María.
Giacomo no pudo responder con palabras. Se limitó a asentir, mientras se mordía la lengua para tratar de contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos. La mujer le sonrió y le deseó buenas noches. Cuando quedó solo, antes de soplar las velas y
recostarse de nuevo en la cama,
Giacomo se fijó en un objeto que pendía colgado en la pared, en frente de la cama. Era un crucifijo. Sonrió y se durmió.
Aquella noche,
Giacomo durmió más
traquilamente de lo que había dormido en muchos años. Más de lo que podía recordar. Durmió un sueño tan profundo, tan sereno y reparador, que no se despertó y ni siquiera se movió cuando la puerta se abrió una hora más tarde y una figura femenina lo observó durante unos minutos desde el quicio de la entrada antes de cerrarla y volver por donde había venido. Si se hubiera despertado, tal vez hubiera distinguido en la penumbra un hermoso rostro de piel pálida y ojos centenarios que contemplaban llenos de ternura su primera noche en paz.
Dedicado a Tindomion, que comprenderá de quién (y de qué) habla este relato así como comprende el corazón de quien lo ha escrito.