Por lo general, la respuesta a la primera pregunta es "todas", y la respuesta a la segunda podría ser "la sociedad", "los hombres" o incluso "las leyendas", dependiendo del color con el que vistamos nuestra opinión. Una cosa es cierta: siempre ha existido una gran presión sobre todas nosotras, en todas las épocas, para que nos ajustemos al canon de belleza determinado.
En teoría, no parece tan malo. Quiero decir, ¿acaso la belleza es algo malo? ¿No es lógico que las mujeres se quieran sentir aceptadas, a gusto consigo mismas, que se cuiden y adecenten todo lo posible?
Pero, ¿qué pasa cuando el cumplimiento de ese canon, esa aceptación social, implica poner en riesgo la salud o hasta la vida? ¿Qué pasa cuando te ves inmersa en una sociedad para la que la inteligencia, la bondad, la sabiduría o la astucia son valores apreciados, pero en la que sólo la belleza es capaz de hacer a una mujer famosa, de hacerla admirada e incluso inmortal?
China: La cortesana que conquisto al príncipe
Cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo, allá por el siglo X, el emperador Li Yu tenía cientos de concubinas. Entre todas ellas, adoraba a una en especial por sus pies hermosos y diminutos, que la dama vendaba para empequeñecer más aún y bailar frente a él.
Se desconoce si la leyenda es o no cierta, pero una cosa es verdad: si el famoso emperador y su linda concubina de pies pequeños existieron, miles de generaciones de mujeres chinas harían bien en maldecirlos. Porque a partir de entonces, el vendaje de pies se convirtió en una constante para todas las niñas chinas de clase social acomodada. Los "pies de loto" o "lotos dorados" no sólo eran una muestra de belleza y buen gusto, sino también de riqueza, ya que mostraban que la mujer que los poseía no necesitaba trabajar para ganarse la vida y también que su marido era lo bastante rico como para pagar la cohorte de criados que su esposa necesitaría durante toda su vida para vestirse, lavarse y hasta caminar.
El proceso empezaba cuando las niñas tenían tres o cuatro años de edad. El día que la astrología señalaba como más favorable, se hacía una ofrenda a los dioses para implorar su favor y la madre de la niña, o la mujer de la familia designada para este menester, le cortaba las uñas de los pies hasta dejárselas en carne viva y luego le doblaba los dedos de los pies sobre sí mismos, aplastándolos contra la planta hasta rompérselos. Luego, los pies eran vendados fuertemente con vendajes empapados en una mezcla de hierbas medicinales y sangre animal que tenía la dudosa cualidad de proteger contra las infecciones que se producirían cuando las uñas volviesen a crecer y se clavaran en la carne. El proceso de quitar las vendas, doblar y romper todavía más los dedos y el empeine, y volver a atar el pie con vendas nuevas, se prolongaba durante diez años. Las niñas sufrían diariamente un dolor insoportable durante un período que podía tardar de seis meses a dos años; básicamente, terminaba cuando los huesos rotos y las uñas sesgaban los nervios y estos dejaban de emitir al cerebro las señales de dolor.
¿Quién no querría unos pies tan elegantes y eróticos?
Muchas niñas no sobrevivían a este proceso. No era raro que murieran a causa del intenso dolor o de las infecciones, ya que a menudo las uñas se clavaban en la carne y provocaban heridas que se infectaban. Algunas mujeres intentaban impedirlo arrancando de cuajo, por lo sano, las uñas de los pies de las niñas, pero naturalmente las heridas que tal cosa provocaba también eran susceptibles a las infecciones. Además, los dedos de los pies doblados y rotos podían quedarse sin riego sanguíneo, lo cual provocaba que se necrosaran y la niña acabase muriendo de gangrena, o con las piernas amputadas (por lo general, gangrena; ¿para qué mantener con vida a una boca inútil que ya no serviría para casarse? Además, si la gangrena "salía bien", a la niña sólo se le caerían los dedos de los pies, y de esa manera podría tenerlos aún más pequeños).
Las niñas que sobrevivían, aparte de convertirse en inválidas de por vida que apenas podían andar, conseguirían unos "bonitos" pies deformes de no más de siete centímetros, podrían optar a un matrimonio prestigioso y a ser consideradas seres bellos y delicados, dignos de admiración... siempre que mantuviesen sus pies ocultos dentro de sus bellos zapatos de seda, ya que por pequeños que fueran sus pies los hombres no soportarían bien el repugnante olor que muchos de ellos emitían a causa de los microorganismos y la suciedad, que se quedaba entre los pliegues de pie y a los que muchas veces el agua y el jabón no podían llegar.
Ah, por cierto, puede que esto parezca una aberración (y lo es), pero no creáis que se trata sólo de una manía cultural rara de orientales locos; ahora mismo, en los EEUU, se está poniendo de moda entre algunas mujeres deformarse las plantas de los pies con inyecciones de colágeno o amputarse los dedos meñiques, para poder llevar los stilettos, esos zapatos de punta estrecha y largos y afilados tacones que tan de moda están.
Tailandia: Las mujeres jirafa
No se sabe muy bien si las mujeres de las etnias padaung y kayan empezaron esta costumbre con el ánimo de embellecerse a ojos de los hombres o con el objetivo más practico aunque dudoso, apuntando por ciertos antropólogos, de defender sus cuellos de la mordedura de los tigres. Pero lo cierto es que, cuando fueron entrevistadas, las mujeres de estas etnias siempre defendían que sus largos cuellos eran señal de belleza.
El proceso es simple: siendo aún niñas, se les coloca una serie de anillos de metal alrededor del cuello, cada uno de los cuales pesa alrededor de un kilo. Poco a poco, se van añadiendo más anillos, hasta que las mujeres soportan un peso de entre diez y veinte kilos en torno al cuello, que no sólo provocan lesiones en las vértebras sino que oprimen las clavículas hacia abajo, dando la impresión de un cuello cada vez más largo.
El "cuello de jirafa", tan bonito como insano
Estos collares tienen además otro efecto secundario: el debilitamiento extremo de los músculos del cuello, que se atrofian al no ejercitarlos, con lo cual la mujer nunca podrá quitarse los anillos por el riesgo de sufrir asfixia o rotura del cuello, ya que éste no podrá sostener jamás el peso de su cabeza.
Edad Media y Renacimiento: Simonetta Cattaneo, la Venus de alabastro
¿Quién no ha oído hablar del famoso cuadro de Botticelli, El nacimiento de Venus? ¿Quién no ha admirado sus Madonnas rubias, su Venus y Marte o su cuadro de La Primavera? Aquellos que los hayan observado con atención, verán que la mujer respresentada por el maestro Botticelli siempre es la misma: se trata de Simonetta Cattaneo Vespucci, la gran belleza del Renacimiento, que cumplía al cien por cien con el canon de belleza medieval y lo afirmó para ese siglo (el XV) y los venideros.
La fama le vino a la bella Simonetta no sólo de su aspecto, sino de la gran gesta que un noble caballero llevó a cabo por ella. La historia, que a los aficionados a Canción de Hielo y Fuego les recordará sin duda a la trágica historia de amor de Rhaegar Targaryen y Lyanna Stark, es como sigue: Simonetta, una hermosa noble genovesa, joven -con apenas veinte años- y casada, se instala en Florencia con su esposo. Allí, llama la atención de Giuliano de Médici, el joven, apuesto y gallardo hermano menor de Lorenzo el Magnífico. Por aquel entonces, Lorenzo, el hermano listo y feo (a lo Tyrion, pero sin ser enano) está agobiado por los asuntos de Estado, mientras que Giuliano, que viene a ser una mezcla entre Jaime Lannister, Rhaegar Targaryen y el Príncipe Aemon el Caballero Dragón, se dedica a ser guapo, cortejar damas, participar en justas, pavonearse por la ciudad y ser adorado e idolatrado por el pueblo en general y por las mujeres en particular. Al ver a la hermosa Simonetta, Giuliano quedó cautivado, y en 1475, cuando la joven contaba con veintiún años de edad, se organizó un fastuoso torneo, La Giostra, en la que el joven caballero Médici participó llevando como prenda un estandarte con la imagen de su amada en el que podía leerse La Sans Parelle ("La Sin Par"). Giuliano ganó el torneo y nombró Reina de la Belleza a Simonetta. La historia no deja claro si los sentimientos de Simonetta hacia Giuliano se quedaron en "amor cortés" o fueron consumados de manera más íntima, pero una cosa es cierta: su reinado en la justa más famosa del siglo, unido a la tragedia de su temprana muerte y de que Sandro Botticelli también se enamoró de ella y la tomó como su musa (de hecho, le fue más fiel que Giuliano, porque mientras que Botticelli nunca se casó y treinta y cinco años más tarde pidió como último deseo ser enterrado a sus pies, el joven caballero Médici tardó bastante poco en encontrarse otra amante y fabricarle un bastardo, que llegaría a ser el Papa Clemente VII), hizo que la fama de su belleza traspasara las fronteras y llegase a ser nombrada la mujer más bella de Europa.
Pero, ¿a qué se debía esta belleza? ¿Sólo a una afortunada genética? Pues no, se debía a algo más, concretamente a algo que tenía relación directa con su prematura muerte al año siguiente, a los veintidós años de edad: la tuberculosis.
Pálida, ojerosa, exhausta y melancólica, pero bella: la Venus moribunda
La tisis, o tuberculosis, tiene una curiosa característica: cuando no se trata (lo que era el caso en estos tiempos, en los que los antibióticos brillaban por su ausencia) provoca un extraño fenómeno en sus víctimas cuando entra en fase terminal, llamado "belleza alabastrina": las facciones se afinan, las pestañas se alargan, y la piel adopta una palidez y una suavidad espectrales, casi sobrenaturales, haciendo que el aspecto del enfermo asemeje una hermosa estatua de alabastro. Ésto, unido a las facciones naturalmente agraciadas de Simonetta y a su largo y rubio cabello, la hicieron encajar a la perfección con el ideal medieval: una dama rubia, delicada, de piel blanca y luminosa, lánguida y melancólica. Y todo esto, a causa de una enfermedad que ya había entrado en su fase terminal y que acabaría con ella en menos de un año. Simonetta fue declarada la más hermosa entre las hermosas porque se estaba muriendo.
Y dado que fue precisamente el aspecto enfermizo de la joven lo que le dio tanta belleza, en ese siglo y en los posteriores las mujeres decidieron imitarla todo lo posible. No llegaron al extremo de contagiarse voluntariamente de tisis (aunque alguna habría, seguro), pero sí trataron de imitar la languidez terminal de la tuberculosis por otros medios: por ejemplo, comiendo barro, para inflamar los conductos biliares y provocarse una palidez enfermiza, o bebiendo grandes cantidades de agua con vinagre, para auto provocarse anemia hemolítica.
Y, por si a alguien le interesaba saberlo, Giuliano-Rhaegar no tuvo que esperar mucho para reunirse con su Simonetta-Lyanna: dos años más tarde de la muerte de la joven, él mismo murió, asesinado a puñaladas por su enemigo Francesco Pazzi, de un modo bastante menos digno que el que usó Robert Baratheon en el Tridente (a diferencia de Robert, el señor Pazzi no enfrentó a Giuliano en combate singular, en el que habría sido probablemente despedazado por el joven Médici, sino que lo apuñaló a traición el Domingo de Pascua, dentro de la catedral, durante la Misa, concretamente durante la consagración de la Hostia. Se me ocurren pocas formas más sacrílegas y rastreras de matar a alguien).
Siglos XVIII y XIX: Corsés, la cintura de avispa
Lo de marcar cintura empezó a ponerse de moda ya en el siglo XVI, pero no fue hasta mediados del siglo XVIII cuando alcanzó su apogeo, que duró todo el siglo XIX y hasta bien entrada la segunda década del XX. Consistía, como todos sabemos, en una prenda de ropa interior con varillas de barba de ballena o de metal que marcaban las formas femeninas ideales "de reloj de arena", es decir, busto y caderas amplios y cintura finísima. Y cuando digo finísima, quiero decir antinatural; para que nos hagamos una idea, a finales del siglo XIX la medida de cintura ideal de una mujer era de cuarenta y cinco centímetros de diámetro, aunque muchas conseguían ir más allá y apretar hasta llegar a cuarenta.
El corsé te permite tener la figura más bella... siempre que consigas seguir respirando
Esto quedaba muy bien estéticamente... hasta que la señora se quitaba el corsé. Y aún quedaba peor a ojos de los médicos, que la en la década de 1790 comenzaron a hacer proclamas contra los corsés excesivamente ceñidos sin que las damas, celosas de preservar su belleza, les hicieran el menor caso. Además de finas cinturas de avispa, los corsés provocaban los siguientes efectos sobre las mujeres:
-Deformidades óseas, principalmente en las costillas, y debilitamiento de la columna vertebral, que llevaba a muchas damas a la silla de ruedas cuando se hacían mayores.
-Desplazamiento de órganos, entre ellos el hígado, el estómago, los riñones y los intestinos, que podían llegar a provocar serios problemas digestivos y de orina.
-Daños en el útero, que provocaban fuertes dolores menstruales, infertilidad, e incluso abortos, cuando las mujeres se empeñaban en dejarse puesto el corsé a pesar de estar embarazadas.
-Problemas circulatorios (los corsés, tan ceñidos, no dejaban circular correctamente la sangre y podía producir trombosis) y respiratorios (desmayos, desvanecimientos, vahídos y muertes súbitas no eran tan comunes en esa época porque las mujeres fueran seres débiles e inferiores, tal y como pensaban los hombres, sino porque los corsés no las dejaban respirar).
Siglos XX y XXI: La maldición de Twiggy
Y llegamos a nuestro tiempo. ¿Cómo, que sólo los antiguos hacían barbaridades? ¿Que nosotras, las mujeres liberadas e independientes, estamos libres de la tiranía homicida de la belleza? Pues va a ser que no. Las causas son varias, pero es probable que una de las principales pioneras de nuestra situación actual (esa que puede resumirse como "nunca se es demasiado rica ni demasiado delgada, debes adelgazar, no engordes, abajo la grasa, adelgaza y haz dieta, no tengas culo ni tetas ni barriga ni muslos que es muy feo, sé un saco de huesos y ADELGAZA") es la modelo Twiggy.
¿Hasta las narices de la operación bikini y de no poder comer pan ni dulces porque engordan? Dale las gracias a Twiggy
Hasta los años 60, se llevaban las mujeres más o menos esbeltas, pero con curvas, tipo Marilyn Monroe, Ava Gardner o Bette Davis. Sin embargo, en 1966 se hizo famosa una modelo inglesa llamada Twiggy, que tenía una peculiaridad: carecía por completo de formas femeninas, era andrógina y delgada como un palo. Y por algún extraño motivo, su aspecto de muchachito desnutrido desplazó a las voluptuosas divas de Hollywood y se convirtió en el ideal de belleza femenina. Lo que sigue después es por todos conocido: han pasado cincuenta años desde entonces y el ideal de mujer andrógina, huesuda, alta y extremadamente delgada continúa. Las modelos no deben tener apenas pecho, deben ser rectas (sin gran diferencia entre cintura y cadera), sus medidas ideales son 90-60-90, y no se acepta en las pasarelas internacionales a ninguna que mida menos de 1'70 metros y tenga más de una talla 36. Y si es posible que se les marquen los huesos de las caderas, las costillas y los pómulos, mejor que mejor. En cuanto a las actrices de Hollywood, se han alejado bastante de sus hermanas de los años 50: o se mantienen delgadas o no les dan trabajo, y tres cuartas partes de lo mismo ocurre con las cantantes (el caso de Adele es una excepción, no una norma, e incluso ella ha recibido críticas despiadadas de la prensa y presiones para que adelgace). Y ya sabemos lo que el ideal de delgadez extrema como símbolo de belleza ha causado en las mujeres: dietas salvajes, anorexia, bulimia, chicas que se pasan la vida yendo al gimnasio y privándose de alimentos básicos para estar más delgadas, que a veces mueren de inanición porque sencillamente se niegan a comer o vomitan todo lo que comen. Incluso mujeres que se gastan fortunas en acudir a cirujanos estéticos que las remodelen a golpe de bisturí. No hace falta decir que, por mucha que sea la pericia del médico, una operación siempre conlleva un riesgo y no todas salen bien.
El motivo del "ideal Twiggy" no está del todo claro, porque aún no puedo creerme que desplazase al "ideal Marilyn". La única explicación que se me ocurre es muy poco políticamente correcta, pero tal vez sea cierta, a falta de una mejor: la industria de la moda estaba dominada por hombres, los cuales siempre han acabado dictando los cánones de belleza de un modo u otro, y como los diseñadores en cuestión suelen ser homosexuales, eligieron como canon de belleza a las mujeres más parecidas a su propia percepción de belleza ideal: las que no parecen realmente mujeres ni tienen forma de mujer, sino que son altas, delgadas, desgarbadas, planas y andróginas, semejantes a bellos y esbeltos muchachos adolescentes.